miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo III: Instalación

Después de tan curiosa y exacta explicación, los tres amigos volvieron a dormir profundamente. ¿En qué lugar podían encontrar dormitorio más tranquilo y sosegado? En la Tierra, en las casas de las ciudades, como en las cabañas de los campos, sienten necesariamente todas las sacudidas que sufre la corteza del Globo. En el mar, el buque mecido por las olas se halla en continuo choque y movimiento. En el aire, el globo aerostático oscila sin cesar sobre capas elásticas de diferentes densidades. Sólo aquel proyectil flotando en el vacío absoluto, en medio de un absoluto silencio, podía ofrecer reposo a sus huéspedes. Por lo tanto, el sueño de los viajeros se hubiera prolongado indefinidamente, a no despertarles un ruido inesperado a eso de las siete de la mañana del día 2.

Aquel ruido era un ladrido perfectamente claro.

—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Miguel Ardán, incorporándose al punto.

—Tienen hambre —dijo Nicholl.

—¡Naturalmente! —respondió Miguel—. Nos habíamos olvidado de ellos.

—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.

Los buscaron y encontraron al uno escondido bajo el diván. Espantado y anonadado por el choque inicial, había permanecido en aquel escondrijo hasta que recobró la voz y el hambre.

Era la pobre Diana, bastante acobardada aún y que salía de su escondite, no sin hacerse rogar a pesar de que Miguel Ardán la animaba con sus caricias.

—Ven, Diana —le decía—, ven, hija mía; tú, cuyos destinos formarán época en los anales cinegéticos; tú, a quien los paganos hubieran hecho compañero del dios Anubis y los cristianos de San Roque; tú, que eres digna de ser vaciada en bronce por el rey de los infiernos, como aquel faldero que Júpiter regaló a la bella Europa a cambio de un beso; tú, que has de eclipsar la ,Celebridad de los héroes de Montargis y del monte de San Bernardo; tú, que al lanzarte por los espacios interplanetarios vas tal vez a ser la Eva de los perros selenitas, tú, que justificarás ese pensamiento elevado de Toussenel: “En el principio creó Dios al hombre, y al verle débil, le dio el perro.” ¡Ven acá, Diana, ven!

Diana, contenta o no, se acercó poco a poco, con quejidos lastimeros.

—Bueno —dijo Barbicane—, ya veo a Eva, pero ¿dónde está Adán?

—¡Adán! —respondió Miguel Ardán—. No debe de estar lejos, ahí estará, en cualquier parte; le llamaremos. ¡Satélite! ¡Toma, Satélite!

Pero Satélite no aparecía, y Diana continuaba quejándose. Sin embargo, vieron que no estaba herida y le sirvieron una torta apetitosa que puso fin sus ayes.

Satélite parecía perdido, y fue necesario buscarlo largo rato, hasta que se le encontró en uno de los compartimentos superiores del proyectil, a donde había sido lanzado por el choque. El pobre animal se hallaba en un estado lastimoso.

—¡Diablos! —dijo Miguel—; ya está comprometida nuestra aclimatación.

Bajaron con cuidado al infeliz perro, que se había roto la cabeza contra la bóveda, y que parecía difícil que pudiera curarse. No obstante, le tendieron con cuidado sobre un almohadón y allí exhaló un suspiro.

—Nosotros te cuidaremos —dijo Miguel—. Somos responsables de tu existencia; más quisiera yo perder un brazo mío que una pata de mi pobre Satélite.

Y al punto dio un trago de agua al herido, que la bebió con avidez.

Después los viajeros observaron atentamente la Tierra y la Luna. La Tierra no aparecía ya sino como un disco ceniciento que terminaba en un arco luminoso más estrecho que la víspera; pero su volumen era todavía enorme, comparado con el de la Luna, que se acercaba cada vez más a un círculo perfecto.

—¡Caramba! —dijo entonces Miguel Ardán—, siento no haber partido en el momento de haber Luna llena, es decir, cuando nuestro Globo se hallase en posición con el Sol.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque hubiésemos visto bajo un aspecto nuevo nuestros continentes y nuestros mares, éstos resplandecientes bajo la proyección de los rayos solares; aquéllos más sombríos y como se ven reproducidos en algunos mapas. Me gustaría haber visto esos polos de la Tierra a donde no ha llegado la mirada del hombre.

—Por supuesto —respondió Barbicane—; pero habiendo Tierra llena, habría Luna nueva, es decir, invisible en medio de la luz del Sol. Y más necesitábamos ver el punto de llegada que el de partida.

—Tenéis razón, Barbicane —respondió el capitán Nicholl—, y además, cuando hayamos llegado a la Luna tendremos tiempo, durante sus largas noches, de contemplar a nuestro gusto ese Globo en que hormiguean nuestros semejantes.

—¡Nuestros semejantes! —exclamó Miguel Ardán—; lo que es ahora ya no son tan semejantes nuestros como los de la Luna. Nosotros habitamos un mundo poblado por nosotros solos: el proyectil. Yo soy semejante a Barbicane, y Barbicane lo es de Nicholl. Más allá de nosotros, fuera de nosotros, concluye la Humanidad, y nosotros somos las únicas poblaciones de este macrocosmos, hasta el momento en que nos convirtamos en simples selenitas.

—Que será dentro de ochenta y ocho horas, poco más o menos —replicó el capitán.

—¿Lo cual quiere decir ... ? —preguntó Miguel Ardán.

—Que son las ocho y media —respondió Nicholl.

—Pues bien —replicó Miguel—, no comprendo por qué razón no hemos de almorzar en seguida. Es preciso conservarnos.

En efecto, los habitantes de aquel nuevo astro no podían vivir en él sin comer y su estómago sufría las imperiosas leyes del hambre. Miguel Ardán como francés se erigió en jefe de la cocina, cargo importante que no le suscitó competencia. El gas produjo el calor suficiente para las operaciones culinarias, y el arca de las provisiones ofreció los elementos del festín.

Empezó la comida por tres tazas de excelente caldo, que se preparó disolviendo en agua caliente unas cuantas de las exquisitas pastillas de Liebig, preparadas con los mejores trozos de los rumiantes de las Pampas. Al caldo de vaca sucedieron algunos pedazos de bistec comprimidos en la prensa hidráulica, tan tiernos, tan suculentos como si salieran de las cocinas del “Café Inglés”. Miguel, que era hombre de imaginación, aseguró que echaban sangre.

Diversas legumbres en conserva y “más frescas que en su tiempo”, según afirmaba también Miguel, siguieron al plato de carne, y terminó la comida con té y tostadas de manteca a la americana. El té, que pareció exquisito, era de primera y regalo del emperador de Rusia, que había enviado unas cuantas cajas a los viajeros.

Por último, Ardán descorchó una botella de “Nuits”, que por casualidad había en el departamento de las provisiones, y los tres amigos bebieron brindando por la unión de la Tierra y su satélite. Y cual si no bastase la compañía de aquel excelente vino que había sido destilado en las laderas de Borgoña, el Sol quiso honrar también el festín con su presencia. El proyectil salía, en aquel momento, del cono de sombra proyectado por el globo terrestre y los rayos del astro brillante fueron a dar directamente en el disco inferior del proyectil.

—¡El Sol! —exclamó Miguel Ardán.

—Sin duda —respondió Barbicane—; ya lo esperaba.

—Sin embargo —dijo Miguel—, ¿el cono de sombra que la Tierra proyectaba en el espacio no se extiende más allá de la Luna?

—Sí, mucho más allá, si no se tiene en cuenta la refracción atmosférica —dijo Barbicane—; pero cuando la Luna está envuelta en esta sombra es porque los centros de los tres astros: Sol, Tierra y Luna, están en línea recta. Entonces los nodos coinciden con las fases de la luna llena, y se verifica el eclipse. Si hubiéramos salido en el momento de un eclipse la Luna, toda nuestra travesía se hubiera verificado en la sombra, lo cual hubiera sido cosa desagradable.

—¿Porqué?

—Porque aun cuando flotemos en el vacío, nuestro proyectil, bañado por los rayos solares, recogerá su luz y su calor, lo cual, entre otras cosas, nos proporcionará economía de gas que es de gran importancia.

En efecto, bajo la influencia de aquellos rayos, cuya temperatura y cuyo brillo no templaba ninguna atmósfera, el proyectil se iluminaba y recibía su calor, como si huera pasado súbitamente del invierno al verano. La Luna por un lado, el Sol, por otro, lo inundaban con sus resplandores.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Nicholl.

—¡Ya lo creo! —exclamó Miguel Ardán—. Con un poco de tierra vegetal extendida sobre nuestro planeta de aluminio, haríamos nacer guisantes en veinticuatro horas. Sólo temo una cosa, y es que lleguen a entrar en fusión las paredes del proyectil.

—No tengas cuidado, amigo mío —respondió Barbicane—. El proyectil ha sufrido una temperatura mucho más elevada, mientras atravesaba las capas atmosféricas. Nada me extrañaría que haya parecido un bólido candente a los espectadores de la Florida.

—¡Entonces J. T. Maston debe de creernos asados!

—Lo que me choca —respondió Barbicane— es que no lo hayamos sido. Es un peligro que no habíamos previsto.

—Yo si lo temía —respondió simplemente Nicholl.

—¡Y nada nos había dicho, sublime capitán! —dijo Miguel Ardán, estrechando la mano de su compañero.

Barbicane, entretanto, se entretenía en arreglar el interior del proyectil, como si nunca debiera salir de él. Se recordará que aquel vagón aéreo presentaba en su base una superficie de cincuenta y cuatro pies cuadrados. Tenía dos pies de altura hasta el vértice de su bóveda, se hallaba distribuido hábilmente en todo su interior y los instrumentos y utensilios de viaje perfectamente acomodados cada uno en su sitio especial, de manera que los tres viajeros podían moverse allí dentro con perfecto desahogo. El grueso cristal fijo en una parte del fondo podía sostener, sin peligro, un gran peso. Así Barbicane y sus compañeros andaban sobre él como sobre un suelo sólido. A todo esto, el Sol, que lo atacaba con sus rayos directos, iluminando por bajo el interior, producía efectos de luz muy singulares.

Comenzaron por examinar el depósito de agua y la caja de los víveres.

Estos dos recipientes se hallaban en buen estado, sin haber sufrido desperfecto alguno, merced a las disposiciones tomadas para amortiguar el choque. Los víveres eran abundantes y podrían alimentar a los viajeros durante todo un año. Barbicane había querido precaverse para el caso de que el proyectil llega a un punto de la Luna completamente estéril. En cuanto al y a la provisión de aguardiente, que llegaba a cincuenta galones, había sólo para dos meses. Pero a juzgar por las últimas observaciones de los astrónomos, la Luna conservaba una atmósfera baja, densa, pesada, a lo menos en los valles profundos, y allí no podía menos de haber arroyos y manantiales. Así, pues, ni en la travesía ni en el primer año de su permanencia en el continente lunar debían sufrir hambre ni sed los atrevidos exploradores.

Quedaba la cuestión del aire en el interior del proyectil; pero también estaba resuelta. El aparato de Reiset y Regnault, destinado a producir oxígeno, era alimentado por clorato de potasa y había para dos meses. Es verdad que consumía necesariamente cierta cantidad de gas, porque debía mantener a más de cuatrocientos grados la materia productiva; pero tampoco había nada que temer en este punto. Por lo demás el aparato no exigía sino un poco de vigilancia, porque funcionaba automáticamente. A aquella elevada temperatura el clorato de potasa se transformaba en cloruro potásico y abandonaba todo su oxígeno; y descomponiendo dieciocho libras de clorato de potasa se obtendrían las siete libras de oxígeno necesarias para el consumo diario de los viajeros del proyectil.

Más no bastaba renovar el oxígeno gastado; era también necesario absorber el ácido carbónico producido por la respiración. En efecto, al cabo de doce horas la atmósfera del proyectil se había cargado de este gas deletéreo, producto de la combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno aspirado. Nicholl conoció aquel estado del aire al ver a Diana respirar fatigosa, y era, efectivamente, porque el ácido carbónico, a causa de su gravedad específica, se iba acumulando en el fondo del proyectil, como en la famosa Gruta del Perro, en Nápoles. La pobre perra, con la cabeza baja, sufría ya la influencia perniciosa de aquel gas; pero el capitán Nicholl se ,apresuró a remediar el mal, disponiendo en el fondo del proyectil varios recipientes que contenían potasa cáustica, sustancia que, por ser muy ávida de ácido carbónico, lo absorbió en poco tiempo y purificó el aire.

Se procedió luego al inventario de los instrumentos. Los termómetros y barómetros habían resistido, salvo un termómetro de mínimas, que se había roto. Un excelente aneroide, que iba dentro de un estuche almohadillado, fue colgado en la pared; como es fácil de comprender, no sufría ni marcaba más que la presión de aire contenido en el proyectil. Pero indicaba también la cantidad de vapor de agua que encerraba. En aquel momento oscilaba su aguja entre 730 y 760 milímetros, lo cual significaba “buen tiempo”. También disponía Barbicane de varias brújulas que seguían intactas y que no marcaban dirección alguna, porque a la distancia en que el proyectil se encontraba de la Tierra el polo magnético no podía ejercer acción sensible en el aparato. Pero aquellas brújulas, transportadas al disco lunar, tal vez revelarían allí fenómenos particulares; y como quiera que fuese era de gran interés averiguar si el satélite de la Tierra se hallaba, como ésta sujeto a la influencia magnética.

Se examinó igualmente el estado en que se hallaban un hipsómetro para medir la altura de las montañas lunares, un sextante destinado a tomar la altura del Sol, un teodolito, instrumento de geodesia que sirve para levantar planos y reducir los ángulos en el horizonte, y varios anteojos de grandísima utilidad para cuando se hallasen cerca de la Luna. Todos estos instrumentos estaban intactos a pesar de la violencia de la sacudida inicial.

En cuanto a los utensilios: picos, azadones y útiles de que Nicholl había hecho selecta provisión, los sacos de semillas variadas y los arbustos que Miguel Ardán pensaba trasplantar a las tierras selenitas, continuaban en sus puestos respectivos, en la parte alta del proyectil. Allí había una especie de desván lleno de objetos que el pródigo francés había amontonado y que no se sabía a punto fijo cuáles fueran. De cuando en cuando se encaramaba hasta allí, asiéndose a los ganchos fijos en las paredes; volvía y revolvía, arreglaba y registraba, tarareando en falsete alguna canción francesa que divertía a la reunión. Barbicane comprobó minuciosamente que sus cohetes y demás artificios no habían sufrido desperfectos. Aquellas importantes piezas, fuertemente cargadas, debían servir para retardar la caída del proyectil cuando, arrebatado por la atracción lunar, después de pasar al punto de equilibrio, fuera a caer sobre la superficie del satélite. Esta caída, por lo demás, debía ser seis veces menos rápida que lo hubiera sido sobre la superficie de la Tierra, debido a la diferencia de masa en ambos astros.

La inspección se terminó, pues, a satisfacción de todos; y cada cual volvió luego a observar el espacio por las ventanas laterales y a través del cristal inferior.,

El espectáculo seguía siendo el mismo: toda la extensión de la esfera terrestre estaba cuajada de estrellas y constelaciones de un brillo maravilloso que hubiera vuelto loco de júbilo a un astrónomo. Por un lado el Sol, como la boca de un horno encendido, presentaba un disco deslumbrador sin aureola y resaltando en el fondo negro del cielo. Por el otro la Luna le enviaba sus rayos reflejados, y aparecía como inmóvil en medio del mundo estelar. Después, una mancha bastante oscura que parecía un agujero hecho en el firmamento, y que se hallaba rodeada de un semicírculo Plateado, indicaba el emplazamiento de la Tierra. Aquí y allí se veían nebulosas amontonadas como copos de nieve sideral, y del cenit al nadir se extendía como un inmenso anillo de la Vía Láctea, en medio de la cual el Sol no figura sino como estrella de cuarta magnitud. Los observadores no podían apartar las miradas de aquel espectáculo tan nuevo e imposible de describir. ¡Qué de reflexiones les sugirió! ¡Cuántas emociones desconocidas despertó en su alma! Barbicane quiso .comenzar la relación de su viaje bajo el efecto de aquellas impresiones, y anotó hora por hora todos los hechos que marcaban el principio de su empresa, escribiendo tranquilamente con letra grande y estilo un poco comercial.

Mientras tanto, el calculador Nicholl revisaba sus fórmulas de trayecto y manejaba las cifras con sin igual destreza. Miguel Ardán charlaba, ora con Barbicane, que apenas respondía, ora con Nicholl, que ni siquiera le oía, o con Diana que no entendía sus proyectos, y por fin consigo mismo, preguntándose y respondiéndose, yendo, viniendo, ocupándose en mil menudencias, ya inclinado sobre el cristal del fondo, ya encaramado en alto del proyectil, y siempre canturreando entre dientes. En una palabra, representaba detrás de aquel macrocosmos la agitación y la locuacidad francesas, y las representaba Miquel Ardán dignamente.

El día, más propiamente dicho, el transcurso de doce horas que constituye el día en la Tierra, terminó con una cena abundante y delicada. No había ocurrido ningún incidente capaz de alterar la confianza de los viajeros, los cuales, llenos de esperanza y seguros del éxito, se durmieron tranquilamente, mientras el proyectil cruzaba los espacios celestes a una velocidad uniformemente decreciente.

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