jueves, 4 de febrero de 2010

Capítulo V: Los fríos del espacio

Esta revelación cayó como una bomba. ¿Quién había de esperar semejante error de cálculo? Barbicane no quería creerlo. Nicholl revisó sus números y comprobó que eran exactos. En cuanto a la fórmula que los había determinado, no se podía dudar de su exactitud, y hecha la comprobación, se demostró de un modo indudable que para llegar al punto de equilibrio se necesitaba una velocidad inicial de dieciséis mil quinientos setenta y seis metros en el primer segundo.

Los tres amigos se miraron, silenciosos. Nadie pensaba en almorzar. Barbicane, con los dientes apretados, contraídas las cejas y los puños crispados convulsivamente, observaba al través del cristal. Nicholl, cruzado de brazos, repasaba sus cálculos. Miguel Ardán murmuraba:

—¡Véase lo que son los sabios! ¡Siempre hacen lo mismo! ¡Daría veinte pesos por caer sobre el observatorio de Cambridge y aplastar en él a todos esos emborronadores de papel!

De repente el capitán hizo una reflexión que se dirigía a Barbicane.

—¡Sin embargo! —dijo—, son las siete de la mañana; hace treinta y dos horas que hemos partido; hemos recorrido más de la mitad de nuestro trayecto y no caemos, que yo sepa!

Barbicane no respondió; pero después de echar una mirada rápida al capitán, tomó un compás que le servía para medir la distancia angular del globo terrestre; luego, por e1 cristal inferior, hizo una observación muy exacta, en atención a la inmovilidad aparente del proyectil. Levantándose entonces y secándose el sudor que le bañaba la frente, trazó algunas cifras en el papel. Nicholl comprendía que el presidente quería deducir de la medida del diámetro terrestre la distancia del proyectil a la Tierra, y le miraba con viva ansiedad.

—No —gruñó Barbicane, al cabo de algunos instantes—, no caemos. Nos hallamos a más de cincuenta mil leguas de la Tierra. Hemos pasado ya del punto en que debía detenerse el proyectil, si su velocidad no hubiera sido más que de once mil metros en el momento de salir. Seguimos subiendo.

—Es indudable —respondió Nicholl—, y de ahí debemos deducir que nuestra velocidad inicial, bajo el impulso de las cuatrocientas mil libras de algodón pólvora, ha excedido de los ocho mil metros necesarios. Ahora comprendo cómo hemos encontrado a los trece minutos el segundo satélite que gravita a dos mil leguas de la Tierra.

—Y esa explicación es tanto más fundada —añadió Barbicane— cuanto que al arrojar el agua contenida entre los tabiques elásticos, el proyectil se ha encontrado repentinamente aligerado de un peso enorme.

—Justo! —dijo Nicholl.

—¡Ah, mi buen Nicholl! —exclamó Barbicane—. Nos hemos salvado.

—Pues bien —respondió tranquilamente Miguel Ardán—, si nos hemos salvado, almorcemos.

En efecto, Nicholl no se engañaba: la velocidad inicial había sido afortunadamente superior a la indicada por el observatorio de Cambridge, pero lo cierto es que el observatorio de Cambridge se había equivocado. Los viajeros, repuestos de aquel falso motivo de alarma, se sentaron a la mesa y almorzaron alegremente; y si comieron mucho, no hablaron menos; la confianza era mayor aún que antes del “incidente del álgebra”.

—¿Por qué no hemos de seguir adelante? —decía Miguel Ardán—. ¿Por qué no hemos de llegar? ¡Nos hemos lanzado; no tenemos obstáculos delante; el camino está expedito, sin piedras en que tropezar; marchamos con más libertad que el barco por el mar y el globo por el aire! Pues bien, si un barco llega a donde quiere y un globo sube tanto como le parece, ¿por qué nuestro proyectil no ha de llegar al punto a donde ha sido dirigido?

—Llegará —aseguró Barbicane.

—Aunque sólo fuera por honrar al pueblo americano —añadió Miguel Ardán—, al único pueblo capaz de llevar a feliz término una empresa semejante, al único capaz de producir un presidente Barbicane. ¡Ah! Se me ocurre una idea; ahora que estamos descuidados, ¿qué va a ser de nosotros? ¡Vamos a aburrirnos soberanamente! Barbicane y Nicholl hicieron un ademán negativo.

—Pero yo he previsto el caso, amigos míos —añadió Miguel Ardán—. No hay más que hablar; tengo a vuestra disposición ajedrez, damas, naipes y dominó; sólo me falta una mesa de billar.

—¡Cómo! —preguntó Barbicane—. ¿Has traído todos esos trastos?

—Como lo oyes —respondió Miguel, y no tan sólo para distraernos, sino también con la sana intención de regalarlos a los cafetines selenitas.

—Amigo mío —dijo Barbicane—, si la Luna está habitada, sus habitantes han aparecido muchos miles de años antes que los de la Tierra, porque no se puede dudar de que aquel Í astro es más viejo que el nuestro. Por consiguiente, si los selenitas existen desde hace centenares de miles de años, si su cerebro se halla organizado como el cerebro humano, es indudable que han inventado ya no solamente cuanto hemos inventado nosotros, sino lo que inventaremos en muchos siglos. Así que nada podremos enseñarles, mientras que ellos podrán enseñarnos mucho.

—¡Cómo! —respondió Miguel—. ¿Crees que habrán tenido ya artistas como Fidias, Miguel Ángel o Rafael?

—Sí.

—¿Y poetas como Homero, Virgilio, Milton, Lamartine y Víctor Hugo?

—Estoy seguro.

—Filósofos como Platón, Aristóteles, Descartes y Kant?

—No lo dudo.

—¿Sabios como Arquímedes, Euclides, Pascal y Newton?

—Lo juraría.

—¿Cómicos como Arnal y fotógrafos como Nadar?

—Me atrevo a apostarlo.

—Entonces, amigo Barbicane, si están tan adelantados como nosotros o más estos selenitas, ¿por qué no han pretendido comunicar con la Tierra? ¿Por qué no han lanzado un proyectil lunar hasta las regiones terrestres?

—¿Y quién te dice que no lo hayan hecho? —respondió muy seriamente, Barbicane.

—En efecto —añadió Nicholl—, les era más fácil que a nosotros, y por dos razones: la primera porque la atracción es seis veces menor en la superficie de la Luna que en la de la Tierra, lo cual permite a un proyectil elevarse más fácilmente; y la segunda, porque bastaba enviar ese proyectil a ocho mil leguas en lugar de ochenta mil; lo cual no exigía más que una fuerza de proyección diez veces menor que la empleada por nosotros.

—Entonces —insistió Miguel—, lo repito: ¿por qué no lo ha hecho?

—Y yo —replicó Barbicane— repito también: ¿quién dice que no lo hayan hecho?

—¿Cuándo?

—Hace muchos miles de años, antes de aparecer el hombre sobre la Tierra.

—¿Y dónde está el proyectil? ¡Yo quiero ver ese proyectil!

—Amigo mío —respondió Barbicane—, el mar cubre las cinco sextas partes de nuestro Globo; lo cual son, por lo menos, cinco buenas razones para suponer que si el proyectil lunar fue lanzado, puede hallarse a estas horas en el fondo del Atlántico o del Pacífico. A no ser que se sepultara en alguna hendidura en la época en que la corteza terrestre no se había formado del todo.

—Querido Barbicane —respondió Miguel Ardán—, para todo tienes respuestas y me, inclino ante tu sabiduría. Sin embargo, hay una hipótesis que me halagaría más que las otras; y es que los selenitas, a pesar de ser más viejos que nosotros, sean más prudentes, y no hayan inventado la pólvora.

En aquel momento, Diana se mezcló en la conversación, lanzando un sonoro ladrido; la pobre pedía su almuerzo.

—¡Ah! —dijo Miguel Ardán—, con las discusiones nos olvidamos de Diana y de Satélite.

Al instante ofrecieron una excelente torta a la perra, que la devoró con gran apetito.

—Ahora pienso, amigo Barbicane —decía Miguel—, que debiéramos haber hecho de este proyectil una segunda arca de Noé y llevar a la Luna una pareja de cada especie de animales domésticos.

—Sin duda —replicó Barbicane—, pero hubiera faltado espacio.

—¡Bah! —dijo el otro—. Estrechándose un poco...

—La verdad es —respondió Nicholl— que el buey, la vaca, él toro, el caballo, todos estos animales nos hubieran sido muy útiles en el continente lunar. Por desgracia, este vagón no podía convertirse en cuadra ni establo.

—Pero, por lo menos, podíamos haber traído un asno, siquiera un asno pequeño, animal valeroso y sufrido que gustaba montar al viejo Sileno. Yo tengo mucho cariño a los asnos, porque son los animales menos favorecidos de la Creación. No sólo se les apalea en vida, sino también después de muertos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Barbicane.

—¡Nada! Que con su piel fabrican tambores.

Barbicane y Nicholl soltaron la carcajada al oír esta salida; pero les cortó la risa un grito de su festivo compañero que se había inclinado hacia el rincón donde estaba Satélite, y se levantó, diciendo:

—Pues, señor, Satélite ya no está enfermo.

—¡Ah! —exclamó Nicholl.

—No —prosiguió Miguel—, está muerto. He ahí —añadió en tono compungido— un gran contratiempo. Ya voy temiendo que la pobre Diana no tenga prole en las regiones lunares.

En efecto, el pobre perro no había podido sobrevivir a sus heridas; estaba muerto y bien muerto. Miguel Ardán miraba, desconcertado, a sus amigos.

—Ahora veo un inconveniente —dijo Barbicane—. No podemos tener aquí el cadáver de ese perro durante cuarenta y ocho horas.

—Seguramente —respondió Nicholl—, pero las lumbreras tienen bisagras de manera que se pueden abrir. Abriremos una y arrojaremos el cadáver al espacio.

El presidente reflexionó un instante sobre la decisión a tomar, y aclaró: —Sí, eso habrá que hacer, aunque tomando precauciones.

—¿Por qué? —preguntó Miguel.

—Por dos razones que comprenderás —respondió Barbicane—. La primera es el aire del proyectil, que es preciso tener cuidado de no perderlo.

—¿Qué importa, si lo rehacemos?

—No lo rehacemos sino en parte; rehacemos solamente el oxígeno, amigo Miguel; y a propósito, hay que cuidar mucho que el aparato no produzca una cantidad excesiva, porque esto podía ocasionar trastornos fisiológicos de gravedad. Pero si rehacemos el oxígeno no rehacemos el nitrógeno, vehículo que los pulmones no absorben y que debe quedar intacto, pues este nitrógeno se escaparía con rapidez por la abertura de las lumbreras.

—¡Oh! ¿Tanto tiempo se necesita para arrojar a ese pobre Satélite? —preguntó Miguel.

—No mucho, pero de todos modos es preciso hacerlo con la mayor rapidez posible.

—¿Y la otra razón? —preguntó Miguel.

—La otra razón es que no conviene dejar penetrar en el interior del proyectil los fríos exteriores, que son excesivos, so pena de exponernos a quedar helados.

—Sin embargo, el Sol...

—El Sol calienta nuestro proyectil, que absorbe sus rayos, pero no calienta el vacío en que flotamos. Donde no hay aire, no hay calor ni luz difusa, y así como reina oscuridad, reina frío, allí donde no llegan directamente los rayos del Sol. Esta temperatura no es sino la producida por la estelar, es decir, la que sufriría el globo terrestre si el Sol se apagara un día.

—Lo cual no es de temer —respondió Nicholl.

—¿Quién sabe ... ? —añadió Miguel Ardán—. Además, aun admitiendo que e1 Sol no se apague, ¿no puede suceder que la Tierra se aleje de él?

—¡Vaya! —exclamó Barbicane—. Ya sale Miguel con sus ocurrencias.

—¡Eh! —replicó Miguel—. ¿Pues no sabemos todos que la Tierra ha atravesado la cola de un cometa en 1861? Supongamos, pues, que aparece otro cometa de fuerza atractiva superior a la atracción solar. La órbita de la tierra se inclinaría hacia el astro errante, con lo cual nuestro Globo, convertido en satélite de aquél, se vería arrastrado a una distancia tal que los rayos del Sol no tendrían acción alguna en su superficie.

—Pudiera suceder, en efecto —respondió Barbicane—; pero las consecuencias de ese cambio podrían ser mucho más temibles de lo que tú supones.

—¿Y por qué?

—Porque el frío y el calor seguirían equilibrándose en nuestro Globo. Se a calculado que si la Tierra se hubiera visto arrastrada por el cometa de 1861, habría sentido, en su mayor distancia del Sol, un calor que no hubiera llegado a dieciséis veces el de la Luna, calor que, concentrado en las lentes más fuertes, no produce efecto sensible.

—¿Y qué? —dijo Miguel.

—Aguarda —respondió Barbicane—; se ha calculado también que en su perihelio o distancia más corta del Sol, la Tierra hubiera sufrido un calor igual a veintiocho mil veces el del estío. Pero aquel vapor, capaz de vivificar las materias terrestres y de vaporizar las aguas, hubiera formado un anillo de nubes que habría templado esa temperatura excesiva. De ahí la compensación entre los fríos del afelio y los calores del perihelio, cuyo resultado habría sido una temperatura media probablemente soportable.

—¿Pero en cuántos grados se calcula la temperatura de los espacios planetarios? —preguntó Nicholl.

—En la Antigüedad se creía —respondió Barbicane— que esa temperatura era sumamente baja, llegándose a fijarla en millones de grados bajo cero. Pero un compatriota de Miguel, el ilustre Fourier, de la Academia de Ciencias, ha hecho cálculos incontestables, de los cuales se deduce que esa temperatura no baja de sesenta grados bajo cero, que es, con poca diferencia, la temperatura observada en las regiones polares, en la isla Melville o en el fuerte Reliance; cincuenta y seis grados bajo cero.

—Falta probar —notó Nicholl— que Fourier no se haya equivocado en sus apreciaciones. Si no me engaño, otro sabio francés, Rouilet, calcula la temperatura del espacio en ciento sesenta grados bajo cero; esto es lo que nosotros comprobaremos.

—Más no ahora —respondió Barbicane—, porque los rayos solares, que atacan directamente nuestro termómetro, nos darían una temperatura muy elevada. Pero cuando hayamos llegado a la Luna, durante las noches de quince días que tiene cada una de sus fases alternativamente, podremos hacer el experimento porque nuestro satélite se mueve en el vacío.

—¿Pero qué entiendes por vacío? —preguntó Miguel—. ¿El vacío absoluto?

—El vacío privado absolutamente de aire.

—¿Y en el que nada reemplaza al aire?

—Sí, el éter —respondió Barbicane.

—¡Ah! ¿Y qué es el éter?

—El éter, amigo mío, es una aglomeración de átomos imponderables que en relación con sus dimensiones, dicen las obras de física molecular, se hallan entre sí tan distantes como los cuerpos celestes del espacio. Y, sin embargo, su distancia es menos de tres millonésimas partes del milímetro. Estos átomos, que por sus movimientos vibratorios producen la luz y el calor, hacen cada segundo cuatrocientos treinta millones de ondulaciones, y no tienen sino de cuatro a seis diezmillonésimas de milímetro de amplitud.

—¡Millones de millones! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Es decir, que se han contado y medido esas oscilaciones! Todo eso, amigo Barbicane, son cifras con que los sabios asustan el oído, pero que nada dicen a la inteligencia.

—Sin embargo, es menester emplearlas.

—No, por cierto; vale más comparar. Un trillón nada significa; un objeto de comparación lo dice todo. Por ejemplo: cuando tú me hayas repetido que el volumen de Urano es setenta y seis veces mayor que el de la Tierra, el volumen de Saturno novecientas veces mayor, el del Sol un millón trescientas mil, me encontraré tan adelantado como ahora. Por eso prefiero esas antiguas comparaciones del Double Liegeos, que nos dice simplemente: el Sol es una calabaza de dos pies de diámetro. Júpiter una naranja. Saturno una manzana. Neptuno una guinda. Urano una cereza gorda. La Tierra un garbanzo. Venus un guisante. Marte una cabeza de alfiler gordo. Mercurio un grano de mostaza, y Juno, Ceres, Vesta y Palas simples granos de arena. ¡Así, a lo menos se forma una idea aproximada!

Después de esta salida de Miguel Ardán contra los sabios y los enormes guarismos que amontonan, se procedió al entierro de Satélite; se trataba simplemente de lanzarle al espacio de la misma manera que los marinos echan un cadáver al mar cuando se hallan en plena navegación.

Pero, como lo había recomendado el presidente Barbicane, fue preciso operar con rapidez, a f in de perder la menor cantidad posible de aquel aire cuya elasticidad habría lanzado en un momento al vacío. Se destornillaron con cuidado los pasadores de la lumbrera de la derecha, cuya abertura medía unos treinta centímetros de diámetro, se levantó el cristal por medio de una palanca, para vencer la presión del aire interior; y, apenas hubo espacio suficiente para ella, y Miguel arrojó su Perro al espacio. La pérdida de aire fue tan escasa y la operación se hizo tan bien, que Barbicane se atrevió más adelante a deshacerse del mismo modo de restos y desperdicios inútiles que estorbaban en el vagón.

Transcurrió el día 3 sin ningún suceso digno de ser mencionado, y Barbicane pudo convencerse de que el proyectil continuaba con velocidad decreciente su marcha hacia el disco lunar.

Capítulo VI: Preguntas y respuestas

El 4 de diciembre se despertaron los viajeros después de cincuenta y cuatro horas de viaje, y cuando los relojes marcaban las cuatro de la mañana terrestre. No habían pasado más de cinco horas y cuarenta minutos de la mitad de la duración calculada a su permanencia en el proyectil; pero habían recorrido ya casi las siete décimas partes de la travesía. Esta particularidad se debía al decrecimiento de su velocidad.

Al observar la Tierra por el cristal inferior, les pareció una mancha oscura en medio de los rayos solares; ya no presentaba ni círculo luminoso, ni luz cenicienta; a las once de la noche siguiente debía estar nueva, en el momento mismo en que la Luna estaría llena. Encima de ellos el astro de la noche se acercaba cada vez más a la línea seguida por el proyectil, de manera que debía de encontrarse con él a la hora indicada. En torno suyo, la bóveda negra se hallaba tachonada de brillantes estrellas que parecían moverse lentamente. Pero a causa de la inmensa distancia a que estaban, su tamaño aparente no parecía haber sufrido modificación. El Sol y las estrellas aparecían lo mismo que se les ve desde la Tierra. En cuanto a la Luna, había aumentado considerablemente; pero los anteojos de los viajeros, que no eran de gran potencia, no permitían hacer observaciones útiles en su superficie ni reconocer su disposición topográfica y geológica.

Pasaban el tiempo en conversaciones interminables, cuyo tema principal era, naturalmente, la Luna, y cada cual ofrecía el contingente de particulares conocimientos: Barbicane y Nicholl siempre serios; Miguel Ardán siempre con sus raras bromas. Mientras almorzaban se le ocurrió a este último una pregunta acerca del proyectil que provocó una curiosa respuesta de Barbicane digna de referirse.

Suponiendo que el proyectil se hubiera visto detenido súbitamente cuando se hallaba todavía animado de su velocidad inicial, pretendía Miguel Ardán saber qué consecuencia hubiera tenido aquella repentina detención.

—Pero yo no sé —respondió Barbicane— cómo podría detenerse el proyectil.

—Supongámoslo —respondió Miguel.

—Pero si no se puede suponer —replicó el práctico Barbicane—, a no ser faltándole la fuerza impulsiva, y entonces su velocidad habría disminuido poco a poco, y no de repente.

—Supongamos que hubiera tropezado con algún cuerpo en el espacio.

—¿Con cuál?

—Con el enorme bólido que hemos encontrado, por ejemplo.

—En ese caso —dijo Nicholl— el proyectil se hubiera hecho mil pedazos y nosotros con él.

—Algo más que eso —añadió Barbicane—: nos hubiéramos abrasado vivos.

—¡Abrasado! —exclamó Miguel—. ¡Por Dios! Casi siento que no haya ocurrido el caso, para verlo.

—Ya lo hubieras visto —respondió Barbicane—. Hoy se sabe que el calor no es más que una modificación del movimiento. Cuando se calienta agua, es decir, cuando se le añade calor, se da movimiento a una molécula.

—¡Hombre! —exclamó Miguel—. ¡Curiosa teoría!

—Y exacta; amigo mío; porque explica todos los fenómenos del calórico. El calor no es sino un movimiento molecular, una simple oscilación de las partículas de un cuerpo. Cuando se aprieta el freno de un tren, el tren se para. ¿Y qué es del movimiento que le anima? Se transforma en calor, y el tren se calienta. ¿Por qué se untan con grasa los ejes de las ruedas? Para impedir que se caliente, porque este calor se convertiría en un movimiento rápido por transformación. ¿Comprendes?

—¡Sí, comprendo! —repuso Miguel—. Perfectamente. Así, por ejemplo, cuando yo he corrido largo rato y estoy nadando en sudor, ¿por qué me veo .obligado a detenerme? ¡Es muy sencillo, porque mi movimiento se ha transformado en calor!

Barbicane no pudo menos de sonreír al escuchar aquella ocurrencia de Miguel Ardán. Continuando su teoría, siguió diciendo:

—Eso hubiera sucedido a nuestro proyectil en caso de un choque, como a la bala que cae ardiente después de haber dado en la plancha metálica; y es porque su movimiento se ha convertido en calor. En consecuencia, afirmo que si nuestro proyectil hubiera tropezado con el bólido, su velocidad destruida de súbito, hubiera determinado un calor capaz de volatilizarse instantáneamente.

—Entonces —preguntó Nicholl—, ¿qué sucedería a la Tierra si se viera detenida de repente en un movimiento de traslación?

—Que su temperatura se elevaría hasta un grado tal que el Globo entero se reduciría a vapores.

—Bueno —dijo Miguel—, ved ahí el modo de acabarse el mundo que simplificaría muchas cosas.

—¿Y si la Tierra cayera en el Sol? —dijo Nicholl.

—Según los cálculos —respondió Barbicane—, aquella caída desarrollaría .un calor igual al producido por un millón seiscientos globos de carbón iguales en volumen al globo terrestre.

—Buen aumento de temperatura para el Sol —dijo Miguel Ardán—, y que vendría muy bien a los habitantes de Urano y de Neptuno, que deben morirse de frío en sus planetas.

—Así, pues, amigos míos —prosiguió Barbicane—, todo movimiento repentinamente detenido produce calor; y esta teoría ha permitido admitir que el calor del disco solar se halla alimentado por una, lluvia de bólidos que caen sin cesar en su superficie. Se ha calculado...

—¡Cuidado —murmuró Miguel—, que van a empezar otra vez los números,

—Se ha calculado —siguió diciendo impasible Barbicane— que el choque de cada bólido sobre el Sol debe producir un calor igual al de cuatro mil masas de igual volumen.

—¿Y qué proporciones tiene ese calor? —preguntó Miguel.

—Es igual al que produciría la combustión de una capa de carbón que rodeara al Sol con un espesor de veinticuatro kilómetros.

—Y ese calor...

—Sería capaz de hervir en una hora dos mil novecientos millones de miriámetros cúbicos de agua.

—¿Y cómo es que no nos tuesta? —preguntó Miguel.

—Porque la atmósfera terrestre absorbe cuatro décimas partes de calor solar. Y además, la cantidad de calor interceptada por la Tierra no es más que dos mil millonésimas partes de la irradiación total.

—Ya veo que todo está perfectamente dispuesto —replicó Miguel— y que esta atmósfera es una invención útil porque no sólo nos permite respirar, sino que nos impide ser asados.

—Sí —dijo Nicholl—; pero desgraciadamente no sucederá lo mismo en la Luna.

—¡Bah! —repuso Miguel, siempre confiado—. Si hay allí habitantes respirarán; si no los hay, habrán dejado bastante oxígeno para tres personas, aunque sólo sea en el fondo de los barrancos donde su peso lo haya acumulado. Quiero decir que lo subiremos a las montañas, y así se arregla todo.

Y levantándose, se puso a contemplar la Luna, que brillaba con irresistible resplandor.

—¡Cáspita! —dijo—. ¡Y qué calor debe hacer allí.

—Y ten presente —respondió Nicholl— que el día dura allí trescientas sesenta horas..

—En cambio —dijo Barbicane— las noches duran otro tanto, y como el calor es restituido por radiación, su temperatura no será mayor, que la de los espacios planetarios.

—¡Bello país! —dijo Miguel—. Pero no importa; quisiera estar ya en él. ¡Ah, camaradas, qué curioso sería tener la Tierra por Luna, verla alzarse en el horizonte, reconocer la configuración de sus continentes y decir: allí está Europa; allí América; y seguirla después, cuando va a perderse en los rayos del Sol! A propósito, amigo Barbicane, ¿tienen eclipses los selenitas?

—Sí, eclipses de Sol —respondió Barbicane—, cuando los centros de los tres astros se encuentran en la misma línea, hallándose la Tierra en medio. Pero son eclipses anulares, durante los cuales la Tierra, proyectándose como una pantalla sobre el disco solar, deja ver a su alrededor gran parte de éste.

—¿Y por qué —preguntó Nicholl— no hay eclipse total? ¿Acaso no se extiende más allá de la Luna el cono de sombra que la Tierra proyecta?

—Sí, no teniendo en cuenta la refracción producida por la atmósfera terrestre; no, sí se cuenta con esa refracción. Así, por ejemplo, llamemos delta prima a la pareja horizontal, y p prima al semidiámetro aparente...

—¡Adiós! —exclamó Miguel—. Ya tenemos otra vez el v subcero elevado cuadrado; hable un idioma que todos comprendamos y deja esa endemoniada álgebra de una vez.

—Pues bien, en lengua vulgar —respondió Barbicane—, siendo la distancia media de la Luna a la Tierra 60 radios terrestres, la longitud del cono de sombra pura, y que el Sol envía, no sólo los rayos de su circunferencia, sino también los de su centro.

—Entonces —dijo Miguel, en tono burlón—, ¿cómo hay eclipse, puesto que no debe haberlo?

—Únicamente porque estos rayos solares quedan debilitados por la refracción, y la atmósfera que atraviesa apaga la mayor parte.

—Me satisface esa razón —respondió Miguel—, además de que ya lo veremos mejor cuando estemos allí.

—Ahora bien, Barbicane; ¿crees que la Luna pueda ser un antiguo cometa?

—¡Vaya una idea!

—Si —replicó Miguel, con cierta presunción benévola—; tengo algunas ideas por el estilo y...

—No es tuya esa idea, Miguel —respondió Nicholl.

—¡Bueno! ¿Es decir que soy un plagiario?

—¡Ya lo creo! —respondió Nicholl—. Según antiguas tradiciones, los de Arcadia aseguraban que sus antepasados habían habitado la Tierra antes que hubiese Luna. Y de ahí han deducido algunos sabios que nuestro satélite fue en otros tiempos un cometa cuya órbita pasaba tan cerca de la Tierra que una vez el astro errante fue capturado por la atracción terrestre, y mantenido en la órbita que desde entonces recorre.

—¿Y qué hay de cierto en esa hipótesis? —preguntó Miguel.

—Absolutamente nada —respondió Barbicane— y la prueba es que la una no ha conservado restos de la envoltura gaseosa que acompaña siempre a los cometas.

—Pero —replicó Nicholl—, ¿no ha podido suceder que la Luna, antes de ser satélite de la Tierra, y en el, momento de hallarse en su perihelio, pasase tan cerca del Sol que dejara en él por evaporación todas esas sustancias gaseosas?

—No sería imposible, amigo Nicholl, pero no es probable.

—¿Por qué?

—El porqué... no te lo podré decir a punto fijo.

—¡Ah! —exclamó Miguel—. ¡Cuántos centenares de libros se podrían escribir con todo lo que no se sabe!

—Hablando de otra cosa, ¿qué hora es?

—Las tres —respondió Nicholl.

—¡Qué de prisa pasa el tiempo en las conversaciones de sabios como nosotros! —exclamó Miguel Ardán— ¡Qué instruido me voy volviendo! Poco a poco me convierto en un pozo de ciencia.

Y mientras así hablaba se encaramó hasta la bóveda del proyectil “para observar mejor la Luna”, según decía. Entretanto, sus compañeros examinaban el espacio por el cristal inferior, sin advertir nada digno de notarse. Cuando Miguel bajó de sus alturas se acercó a la lumbrera lateral y, dé repente, profirió una exclamación de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó Barbicane.

El presidente se acercó al cristal y vio una especie de saco aplanado que flotaba delante a pocos metros del proyectil. Parecía que estaba inmóvil .Como éste, y, por consiguiente, debía suponerse que se hallaba animado del mismo movimiento ascensional.

—¿Qué bulto será ése? —decía Miguel Ardán—. ¿Será algún corpúsculo de esos que vagan por el espacio, retenido por la atracción de nuestro proyectil y que irá a acompañarle hasta la Luna.

—Lo que no comprendo —respondió Nicholl— es cómo el peso específico de ese cuerpo, que seguramente es muy inferior al del proyectil, le permite sostenerse a su mismo nivel.

—Querido Nicholl —respondió Barbicane, después de reflexionar un instante—; no sé qué objeto es ése, pero sé perfectamente porqué se mantiene al lado del proyectil.

—¿Por qué?

—Pues simplemente, querido capitán, porque flotamos en el vacío, donde los cuerpos caen o se mueven, que es lo mismo, con velocidad igual cualesquiera que sea su forma y volumen. El aire es el que por su resistencia da origen a las diferencias de peso. Cuando por medio de la máquina neumática se hace el vacío en un tubo, los objetos que se han puesto dentro, pajas o plomos, caen todos con igual rapidez. Aquí, en el espacio, la misma causa produce idéntico efecto.

—Es verdad —dijo Nicholl—, todo cuanto arrojemos fuera del proyectil le acompañará en su viaje a la Luna.

—¡Ah, qué tontos somos! —exclamó Miguel.

—¿Por qué nos aplicas ese calificativo? —preguntó Barbicane.

—Porque podíamos haber llenado el proyectil de objetos útiles, como libros, instrumentos, herramientas, etc. ¡Lo hubiéramos echado fuera, y todo nos hubiera seguido! Pero ahora se me ocurre otra cosa. ¿No podríamos salir nosotros también y lanzarnos al espacio por una de las lumbreras? ¡Qué placer tan nuevo debe ser encontrarse suspendido en el éter, mucho más cómodamente que un ave, que necesita batir las alas para moverse!

—Es verdad —dijo Barbicane—, pero ¿cómo nos arreglaríamos para respirar?

—¡Maldito aire, que falta en tan buena ocasión!

—Y si no faltara, amigo Miguel, como tu densidad es inferior a la del proyectil, te quedarás atrás en un momento.

—¿De modo que esto es un círculo vicioso?

—Todo lo vicioso que quieras.

—¿Y es forzoso permanecer encerrados en el vagón?

—No hay más remedio.

—¡Ah! —exclamó Miguel, con un gran grito.

—¿Qué te pasa? —preguntó Nicholl.

—Ya sé lo que es ese supuesto bulto. ¡No es esferoide ni fragmento de planeta!

—¿Pues qué es? —preguntó Barbicane.

—¡Nuestro pobre perro, el marido de Diana!

En efecto, aquel objeto deforme imposible de conocer, reducido a la nada, era el cadáver de Satélite, aplastado como un odre vacío, y que subía por el espacio obedeciendo el movimiento del proyectil.

Capítulo VII: Un momento de embriaguez

Así, pues, se verificaba en tan singulares condiciones un fenómeno curioso y extraño, pero no menos lógico y perfectamente explicable. Todo objeto lanzado a la parte exterior del proyectil tenía que seguir la misma trayectoria y no detenerse sino con él. Esto dio motivo a una conversación que no concluyó en toda la noche. Por otra parte, la emoción de los viajeros iba en aumento a medida que se acercaban al término del viaje. Esperaban lo imprevisto, fenómenos enteramente nuevos y nada les hubiera sorprendido en la disposición de ánimo en que se hallaban. Su imaginación sobreexcitada se adelantaba al proyectil, cuya velocidad disminuía notablemente sin que ellos lo advirtieran. Pero la Luna crecía ante sus ojos, y creían que les bastaba alargar la mano para cogerla.

Al día siguiente, 5 de diciembre, estaban los tres en pie a las cinco de la mañana. Aquel día debía ser el último de su viaje, si no fallaban los cálculos. Aquella misma noche, a las doce, o sea dieciocho horas después, en el momento mismo del plenilunio, debían llegar a tocar el disco resplandeciente del satélite de la Tierra, tocando a su término el viaje más extraordinario de los tiempos modernos. Por lo tanto, desde la mañana, y a través de las lumbreras plateadas con sus rayos, saludaron al astro de la noche con una aclamación de alegría y confianza.

La Luna marchaba majestuosamente por el firmamento estrellado, faltándole ya muy pocos grados que recorrer para llegar al punto preciso del espacio en que debía encontrarla el proyectil. Según sus propias observaciones, Barbicane calculó que la alcanzaría por su hemisferio boreal, donde se extienden llanuras inmensas y escasean las montañas. Circunstancia favorable si, como sospechaba, la atmósfera lunar se hallaba acumulada en las partes bajas.

—Además —añadió Miguel Ardán—, una llanura es un sitio de desembarco mucho más a propósito que una montaña, Un selenita que al llegar a la Tierra encontrara la cumbre del Montblanc o del Himalaya podría decirse que no había llegado.

—Además —añadió el capitán Nicholl— en terreno llano, el proyectil quedará inmóvil en cuanto llegue en cambio en una pendiente, rodaría como un alud, y como nosotros no somos ardillas, dudo que saliéramos sanos y salvos. De manera que todo va a pedir de boca.

En efecto, no parecía dudoso el éxito de la audaz tentativa; sin embargo, una reflexión preocupaba a Barbicane, quien no obstante, la calló, para no inquietar a sus compañeros.

La dirección del proyectil hacia el hemisferio Norte de la Luna probaba que su trayectoria había sufrido cierta modificación. El tiro, matemáticamente calculado, debía llevar la bala al centro mismo del disco lunar. Si no llegaba allí era señal de que había desviación. ¿Qué causa la había producido? Barbicane no podía adivinarlo ni determinar la importancia de esa desviación, porque le faltaban los puntos de mira. Esperaba les llevase hasta el borde superior de la Luna, región más favorable para la llegada.

Sin comunicar sus temores a sus amigos, se limitó Barbicane a observar frecuentemente la Luna, procurando ver la dirección del proyectil si modificaba. Porque la situación sería desesperada si el proyectil, errando el blanco y pasando del disco lunar, se lanzaba a los espacios interplanetarios.

En aquel instante la Luna, en vez de parecer plana, dejaba ya ver su convexidad. Si el Sol la hubiera herido oblicuamente, habrían podido distinguirse muy bien las sombras proyectadas, sus elevadas montañas, así como bocas de sus cráteres y las caprichosas fallas que surcan sus extensas llanuras. Apenas si divisaban esas grandes manchas que dan a la Luna el aspecto de un rostro humano.

—Rostro, pase —decía Miguel Ardán—, pero lo siento por la amable hermana de Apolo que tiene la cara llena de viruelas.

Entretanto los viajeros, tan cerca ya de su objetó, no se cansaban de observar aquel nuevo mundo. Su imaginación los conducía a comarcas descocidas; ya creían trepar a picos elevados, ya descender a extensos circos. Se figuraban ver acá y acullá mares inmensos contenidos apenas por una atmósfera enrarecida y ríos que les llevaban su tributo desde las montañas. Inclinados sobre el abismo esperaban sorprender los sonidos de aquel astro, eternamente mudo en las soledades del vacío.

Aquel mismo día les dio recuerdos palpitantes y anotaron hasta los más insignificantes pormenores. A medida que se acercaban al término se apoderaba de ellos una vaga inquietud, que hubiera sido mucho mayor, de saber ellos cuán escasa era su velocidad, la cual, sin duda, les pareció suficiente para llegar al punto deseado. Y era porque entonces casi no pesaba ya el proyectil. Su peso disminuía continuamente y debía reducirse a la nada en aquella línea en que, neutralizándose las dos atracciones, terrestres lunar, habían de producir efectos sorprendentes.

Sin embargo, y a pesar de sus cuidados, Miguel Ardán no se olvidó de preparar el almuerzo con su habitual puntualidad. Comieron con buen apetito aquel excelente caldo preparado a la llama del gas y aquellas carnes en conserva, rociadas con buenos tragos de vino de Francia. A propósito de esto dijo Miguel que los viñedos lunares, calentados al sol ardiente, debían de producir vinos generosos, dado que existieran, por supuesto. De todos modos el previsor francés no se había olvidado de llevar entre sus paquetes unas cuantas de aquellas preciosas cepas de Medoc y de la Cote-d'Or, que pensaba aclimatar en la Luna.

El aparato de Reiset y Regnault seguía funcionando con su exquisita precisión. El aire se mantenía en estado de pureza perfecta; ninguna molécula de ácido carbónico resistía a la potasa; y en cuanto al oxígeno, decía el capitán Nicholl, “era seguramente de primera calidad”. El poco vapor de agua encerrado en el proyectil templaba la sequedad del aire y, muchas habitaciones de París, Londres y Nueva York y muchos teatros no se encontraban en tan buenas condiciones higiénicas.

Mas para que el aparato funcionase con regularidad, era preciso cuidar de que se mantuviera en buen estado; por eso todas las mañanas examinaba Miguel Ardán los reguladores de salida, probaba las llaves y regulaba en el pirómetro el calor del gas. Todo marchaba bien hasta entonces y los viajeros, imitando al digno J. T. Maston, empezaron a adquirir cierta redondez, que los hubiera puesto desconocidos al cabo de unos cuantos meses de encierro. En una palabra, hacían lo que los pollos cuando están enjaulados: engordaban.

Mirando por las lumbreras, divisó Barbicane el espectro del perro y los diversos objetos arrojados fuera del proyectil, que les acompañaban obstinadamente. Diana exhalaba melancólicos aullidos al ver los restos de Satélite, que permanecían tan inmóviles como si descansara en tierra.

—¿Saben, amigos míos —decía Miguel Ardán—, que si uno de nosotros hubiera sucumbido al golpe de la salida los demás se hubieran visto apurados para enterrarle, o más bien “eterarle”, puesto que aquí el éter reemplaza a la tierra? ¡Su cadáver acusador nos habría seguido por el espacio como un remordimiento!

—¡Triste cosa seria! —dijo Nicholl.

—¡Ah! —respondió Miguel—. Lo que yo siento es no poder dar un —paseo por fuera. ¡Qué placer sería flotar en ese éter radiante, bañarse, revolcarse en esos rayos puros de sol! Si Barbicane se hubiera acordado de traer una escafandra y una bomba de aire, me habría aventurado a salir y hubiera tomado actitudes de quimera y de hipogrifo en lo alto del proyectil.

—Pues bien, querido Miguel —respondió Barbicane—, no hubieras hecho mucho tiempo el hipogrifo, porque a pesar de tu traje de buzo, el aire contenido en tu cuerpo te habría hecho reventar como una bomba o como un globo que se eleva demasiado en el aire. Así, pues, no sientas nada, y ten presente que mientras flotemos en el vacío has de privarte de todo paseo sentimental fuera del proyectil.

Miguel Ardán se dejó convencer hasta cierto punto, conviniendo que la cosa era difícil, pero no imposible, palabra que jamás pronunciaba.

Se varió la conversación, pero sin que ésta decayera; los amigos advertían que en aquellas condiciones brotaban las ideas en los cerebros como las hojas en los árboles al primer calor de la primavera.

Entre las preguntas y respuestas que se cruzaban, planteó Nicholl una cuestión que no podía resolverse fácilmente.

—Hasta ahora —dijo— no hemos tratado sino de ir a la Luna, lo cual está y bien; pero ¿cómo volveremos?

Se quedaron sorprendidos sus compañeros; hubieran dicho que aquella dificultad se presentaba por primera vez.

—¿Qué quieres decir, Nicholl? —preguntó gravemente Barbicane.

—Me parece inoportuno —dijo Miguel— pensar volver de un país cuando. n no se ha llegado a él.

—No es que yo quiera volver atrás —replicó Nicholl—; pero repito mi pregunta. ¿Cuándo volveremos?

—No lo sé —respondió Barbicane.

—Y yo —dijo Miguel—, si hubiera sabido cómo iba a volver, no hubiera ido.

—Eso es responder —exclamó Nicholl.

—Apruebo las palabras de Miguel y añadiré que la cuestión no tiene interés por ahora. Más adelante, cuando sea necesario, trataremos de eso. Si no tenemos el columbia, tenemos el proyectil.

—¡Buen negocio es! ¡Una bala sin fusil!

—¡El fusil —respondió Barbicane— se puede hacer, así como la pólvora! Supongo que no faltarán metales, nitro ni carbón en las entrañas de la Luna. Además, para volver, no hay que vencer más que la atracción lunar, y basta sólo andar ocho mil leguas para caer en el globo terrestre, en virtud las leyes de gravedad.

—¡Basta! —dijo Miguel—. ¡No hablemos más de volver! Demasiado hemos halado ya. En cuanto a comunicar con nuestros antiguos colegas de la Tierra no será cosa difícil.

—¿Y cómo?

—Por medio de bólidos lanzados por los volcanes lunares.

—Bien pensado, Miguel —respondió Barbicane, con tono de convicción—. Laplace ha calculado que bastaría una fuerza once veces superior a la de nuestros cañones para enviar un bólido de la Luna a la Tierra. Ahora bien, hay volcán que no tenga una potencia impulsiva superior a ésta.

—¡Magnífico! —exclamó Miguel—. Vean ahí unos factores cómodos y que costarán nada. ¡Cómo vamos a reírnos de la Administración de Correos! Pero ahora se me ocurre...

—¿Qué se te ocurre?

—¡Una idea soberbia! ¿Por qué no hemos enganchado un alambre a nuestro proyectil? ¡Ahora podríamos cambiar telegramas con la Tierra!

—¡Por Dios! —replicó Nicholl—. ¿Y el peso de un alambre, hilo de ochenta seis mil leguas, no lo cuentas?

—No. ¡Se hubiera triplicado la carga ¿el columbia! ¡Cuadruplicado, quintuplicado! —exclamó Miguel, cuya locuacidad tomó una entonación cada vez más violenta.

—¡No hay que hacer más que una leve objeción a tu proyecto! —respondió Barbicane—; y es que durante el movimiento de rotación M proyectil nuestro alambre se hubiera arrollado a él, como una cadena al cabrestante y nos habría arrastrado de nuevo a la Tierra.

—¡Por las treinta y nueve estrellas de la Unión! —exclamó Miguel—. ¡Hoy no tengo más que ideas impracticables! ¡Ideas dignas de J. T. Maston! Pero creo que si nosotros no volvemos a la Tierra, J. T. Maston es capaz de venir a buscarnos.

—¡Oh, sí, vendría! —replicó Barbicane—. Es un digno y valeroso compañero. Además, no hay cosa más fácil. ¿No está el columbia ahí abierto en el suelo de la Florida? ¿Faltan algodón y ácido nítrico para fabricar el piróxilo? ¿No ha de volver la Luna a pasar por el cenit —de la Florida? ¿En el transcurso de dieciocho años no ocupará el mismo sitio que ocupa hoy?

—Si —repitió Miguel—, sí; Maston vendría, y con él nuestros amigos Elphiston y Blonisberry, todos los individuos del “Gun-Club”, y serían bien recibidos. Y más adelante se establecerán trenes proyectiles entre la Tierra y la Luna. ¡Viva J. T. Maston!

Probablemente si el respetable J. T. Maston no oía las exclamaciones hechas en su honor, por lo menos le zumbaban los oídos. ¿Qué haría en aquellos momentos? Sin duda, apostado en las Montañas Rocosas, en la estación de Long's Peak, trataba de descubrir el invisible proyectil que gravitaba en el espacio. Si pensaba en sus compañeros, hay que convenir en que éstos le correspondían, y así, bajo la influencia de una exaltación particular, le dedicaban sus mejores y más cariñosos pensamientos.

Pero, ¿de dónde procedía aquella animación creciente de los viajeros del proyectil? No podía dudarse de su sobriedad. ¿Debía atribuirse aquel extraño cretinismo del cerebro a las circunstancias excepcionales en que se encontraban, a la proximidad del astro de la noche, que sólo distaba unas cuantas horas, o a alguna influencia secreta de la Luna que obraba sobre su sistema nervioso? Se les encendían los rostros como si se hallaran a la boca de un horno; su respiración era agitada y ruidosa; sus ojos brillaban con un fuego extraordinario; sus voces resonaban con acento formidable, lanzando palabras a borbotones; sus ademanes y movimientos eran tan agitados que les faltaba espacio para ellos; y, sin embargo, no parecía que ellos advirtieran todo ese cambio.

—Pues ahora —dijo Nicholl en tono imperativo—, ahora que no sé si volveremos de la Luna, quiero saber qué vamos a hacer si nos quedamos en ella.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Miguel, dando una voz que resonó estrepitosamente en aquel estrecho recinto.

—¡No, no lo sé, ni me importa! —replicó Barbicane, gritando tanto como su compañero.

—Dilo—pues —gritó Nicholl que tampoco podía contenerse.

—Lo diré si se me antoja —repuso Miguel, asiendo con violencia el brazo su compañero.

—Pues es menester que se te antoje —dijo Barbicane, echando llamas por s ojos y alzando la mano—. ¡Tú has sido el que nos ha arrastrado a este peligroso viaje y queremos saber para qué!

—¡Sí! —dijo el capitán—. ¡Ya que no sé adónde voy, quiero saber a qué voy!

—¿A qué? —repitió Miguel dando un salto de un metro—. ¿A qué? ¡A tomar posesión de la Luna en nombre de los Estados Unidos! ¡A añadir un Estado más a los treinta y nueve de la Unión! ¡A colonizar las regiones lunares, a cultivarlas, a poblarlas, a transportar a ellas todas las maravillas del arte, de las ciencias y de la industria! ¡A civilizar a los selenitas, si es que no están más civilizados que nosotros, y a constituirlos en República si no tienen ya esta forma de gobierno!

—¿Y si no hay selenitas? —replicó Nicholl, que bajo la influencia de aquella embriaguez inexplicable se volvía terco y pendenciero.

—¿Quién dice que no hay selenitas? —exclamó Miguel, en tono de amenaza.

—¡Yo! —gritó Nicholl.

—Capitán —dijo Miguel—, no repitas esa insolencia, o te la hago tragar con los dientes.

Los dos adversarios iban a lanzarse uno contra otro, y aquella discusión se iba a convertir en pelea, cuando Barbicane se plantó entre ambos de un salto.

—¡Deténganse, desdichados! —dijo volviendo a sus compañeros de espaldas uno al otro—. Si no hay selenitas nos pasaremos sin ellos.

—Sí —respondió Miguel, que no era más testarudo—. ¡No nos hacen falta los selenitas! ¡Abajo los selenitas!

—Para nosotros el imperio de la Luna —dijo Nicholl—. Nosotros tres constituiremos la República.

—¡Yo seré el Congreso! —gritó Miguel.

—¡Y yo el Senado! —añadió Nicholl.

—¡Y Barbicane el presidente! —vociferó Miguel.

—¡Nada de presidente nombrado por la nación! —respondió Barbicane.

—¡Pues bien, le nombrará el Congreso —exclamó Miguel—, y como soy el Congreso le nombro por unanimidad!

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra por el presidente Barbicane! —exclamó Nicholl llevado por su entusiasmo creciente.

—¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! —gritó Miguel.

Y al momento, el presidente y el Senado entonaron con voz terrible el popular Yankee doodle, mientras el Congreso hacía resonar los varoniles os de La Marsellesa.

Comenzó un baile desordenado con ademanes descompuestos, patadas y cabriolas propias de dementes. Diana tomó parte en la fiesta, aullando y saltando hacia la bóveda del proyectil. Se oyeron entonces fuertes aletazos, gritos penetrantes de gallos y de gallinas; cinco o seis de éstas salieron volando y tropezando por las paredes, como murciélagos a la luz del día...

Y luego, los tres compañeros de viaje, cuyos pulmones parecían desorganizados bajo una influencia desconocida, embriagados o más bien abrasados por el aire que les incendiaba el aparato respiratorio, cayeron sin movimiento al fondo del proyectil.

Capítulo VIII: A setenta y ocho mil ciento catorce leguas

¿Qué había ocurrido? ¿A qué era debida aquella singular embriaguez, cuyas consecuencias podían ser tan funestas a causa de una simple ligereza de Miguel, que felizmente pudo Nicholl remediar a tiempo?

Tras un verdadero desmayo que duró pocos minutos, el capitán fue el primero en recobrar el conocimiento. Aunque había almorzado dos horas antes, sentía un hambre terrible que le atormentaba como si no hubiera comido en dos días. Su estómago, como su cerebro, se hallaba extraordinariamente excitado.

Se levantó, pues, y pidió a Miguel una comida suplementaria, pero Miguel, que estaba como un tronco, no respondió. Entonces Nicholl quiso preparar alguna taza de té para tomar tostadas, y lo primero que hizo fue encender un fósforo.

¿Y cuál no sería su sorpresa al ver que la llama de la cerilla producía una luz insufrible a la vista y que, aplicada al mechero de gas, lanzó unos resplandores como los del Sol mismo?

Al punto se le ocurrió una idea que explicaba juntamente la intensidad de la luz y las perturbaciones fisiológicas que habían sufrido y la sobreexcitación de sus facultades morales y pasionales.

—¡Es el oxígeno! —exclamó.

Y acercándose al aparato, vio que la llave dejaba salir en excesiva abundancia aquel gas incoloro, inodoro e insípido, eminentemente vital, pero que, en estado puro, produce las más graves perturbaciones en el organismo. En un momento de distracción, Miguel, había dejado enteramente abierta la llave del aparato. Se apresuró Nicholl a contener aquel escape de oxígeno que saturaba la atmósfera y que podía ocasionarles la muerte, no por asfixia, sino por combustión.

Una hora después, el aire, menos cargado, permitía a los pulmones respirar en su estado normal. Poco a poco volvieron de su embriaguez los tres hombres; pero tuvieron que dormir la borrachera de oxígeno como duerme la del vino el beodo.

Al enterarse Miguel de la responsabilidad que, le cabía en aquel suceso, no manifestó arrepentimiento. Al contrario, aquella embriaguez inesperada rompía un poco de monotonía del viaje. Muchas tonterías se dijeron bajo su influencia, pero todas estaban ya olvidadas.

—Y además —añadió el joven francés—, no me pesa haber saboreado un poco ese gas embriagador. ¡Sepan, amigos míos, que podría fundarse un establecimiento curioso, con gabinete de oxígeno, donde las personas de organismo débil podrían dar mayor actividad a su vida durante algunas horas! ¡Supongan una reunión en que el aire se hallase saturado de este fluido heroico, teatros en que la administración lo mandase preparar en gran cantidad, y figúrense qué pasión habría en el ánimo de los actores y de los espectadores, qué fuego, qué entusiasmo! Y si en lugar de una simple reunión, se pudiera saturar a todo un pueblo, qué actividad, qué exuberancia de vida recibiría! ¡De una nación degenerada se podría hacer una nación grande y poderosa, y conozco más de un Estado de nuestra vieja Europa que debería someterse al régimen del oxígeno, por interés de su salud!

Miguel hablaba y se animaba, en términos que parecía estar todavía abierta la llave. Pero Barbicane apagó su entusiasmo.

—Todo eso está muy bien, amigo Miguel —le dijo—; pero ¿no nos dirás de dónde vienen esas gallinas que se han mezclado en nuestro concierto?

—¿Esas gallinas?

—Sí.

Y en efecto, media docena de gallinas y un gallo magnífico andaban de un lado para otro, revoloteando y cacareando.

—¡Ah, torpes! —exclamó Miguel—. El oxígeno las ha sublevado.

—Pero ¿qué vas a hacer con esas gallinas? —preguntó Barbicane.

—¡Aclimatarlas en la Luna, por Dios!

—Entonces, ¿por qué las escondías?

—¡Era una sorpresa que os reservaba, mi digno presidente, pero que ha fracasado, como veis de un modo lastimoso! ¡Quería soltarlas en la Luna sin deciros nada! ¡Cuánto os hubiera sorprendido ver a esos volátiles terrestres picoteando en los campos lunares!

—¡Ah, tunante, eterno y sempiterno! —respondió Barbicane—. ¡Tú no necesitas oxígeno para perder la cabeza! ¡Siempre estás como estábamos hace un rato bajo la influencia del gas! ¡Loco de remate!

—¡Bah! ¿Y quién te ha dicho que no estábamos en aquel momento cuerdos y muy cuerdos? —replicó Miguel Ardán. Tras esa reflexión filosófica, los tres amigos repararon el desorden del proyectil. Las gallinas y el gallo fueron encerrados otra vez en su jaula. Pero al efectuar esta operación, Barbicane y sus dos compañeros advirtieron muy marcadamente un nuevo fenómeno.

Desde el momento en que salieron de la Tierra, su propio peso, así como el de todos los objetos que encerraba el proyectil y el de éste mismo, había sufrido una considerable disminución. Si no podían apreciar esta disminución respecto del proyectil, debía llegar un instante en que sería sensible respecto de ellos y de los utensilios e instrumentos de que se valían.

Inútil es decir que una balanza no habría apreciado esta pérdida de peso, porque las pesas la hubieran sufrido igual; pero una balanza de resorte, por ejemplo, cuya tensión es independiente de la fuerza de atracción, hubiera demostrado con exactitud la pérdida sufrida.

Ya sabemos que la atracción, llamada por otro nombre gravedad, es proporcional a las masas y está en razón inversa del cuadrado de las distancias. De aquí se deduce esta consecuencia: si la Tierra hubiera estado la en el espacio; si los demás cuerpos celestes hubieran desaparecido súbitamente, el proyectil, según la ley de Newton, hubiera pesado tanto menos cuanto más se hubiera alejado de la Tierra, aunque sin perder nunca enteramente su peso, porque la atracción terrestre se habría sentido siempre a cualquier distancia. Pero en aquellas circunstancias tenía que llegar un momento en que el proyectil no se hallase en modo alguno sometido a las leyes de la gravedad, haciendo abstracción de los demás cuerpos celestes, cuyo efecto podía considerarse como nulo.

En efecto, la trayectoria del proyectil se trazaba entre la Tierra y la Luna. A medida que se alejaba de la Tierra la atracción terrestre disminuía en razón inversa del cuadrado de las distancias, pero también la atracción lunar aumentaba en la misma proporción. Así, pues, neutralizándose ambas atracciones, el proyectil no pesaría nada. Si las masas de la Luna y de la Tierra hubieran sido iguales, este punto se habría encontrado a igual distancia de ambos astros. Pero teniendo en cuenta la diferencia de masas, era fácil calcular que aquel punto estaría situado a los cuarenta y siete cincuentaidosavos del viaje, o sea a setenta y ocho mil ciento catorce leguas de la Tierra.

En aquel punto, cualquier cuerpo que no llevase en sí un principio de velocidad de traslación, permanecería eternamente inmóvil, siendo igualmente atraído por los dos astros y no habiendo otra fuerza que le impulsase hacia cualquiera de los dos.

Ahora bien; si se había calculado exactamente la fuerza impulsiva, el proyectil debía llevar a aquel punto con una velocidad nula, habiendo perdido todo inicio de gravedad, como igualmente los objetos que encerraba. ¿Qué sucedería entonces? Tres hipótesis se presentaban que debían producir consecuencias muy diferentes.

O el proyectil habría conservado cierta velocidad, y pasando del punto de la atracción igual, caería en la Luna en virtud de la atracción lunar.

O faltándole la velocidad para llegar al punto de atracción igual, caería a la Tierra, en virtud de la atracción terrestre.

O finalmente, animado por una velocidad suficiente para llegar al punto neutral, pero insuficiente para pasar de él, permanecería eternamente suspendido en aquel sitio, como el supuesto sepulcro de Mahoma, entre el cenit y el nadir.

Tal era la situación, y Barbicane explicó claramente sus consecuencias a sus compañeros de viaje, a quienes el asunto interesaba en el más alto grado. Ahora bien, ¿cómo podrían conocer que el proyectil había llegado al punto neutral situado a: sesenta y ocho mil ciento catorce leguas de la Tierra? Precisamente cuando ni ellos ni los objetos encerrados en el proyectil se sintieran sometidos a las leyes de la gravedad.

Hasta entonces los viajeros, si bien advertían que esta acción disminuía cada vez más, no habían reconocido que, faltase totalmente. Pero aquel mismo día, a eso de las once de la mañana, un vaso que tenía en la mano Nicholl, y que soltó inadvertidamente, se quedó en el aire en vez de caer al suelo.

—¡Bola! —exclamó Miguel—. ¡Vamos a tener un poco de física recreativa!

Y en efecto, en el mismo instante varios objetos, armas, botellas, abandonados a sí mismos, se sostuvieron como por milagro. La perra Diana, colocada por Miguel en el espacio, reprodujo, aunque sin secreto alguno, la suspensión maravillosa, operada por los Caston, los Roberts-Haudin y otros. La perra, por su parte, no parecía advertir que se hallaba en el aire.

Estaban sorprendidos y estupefactos, a pesar de las razones que tenían para explicar que faltaba a su cuerpo gravedad. Si extendían sus brazos, se quedaban de este modo, sin bajarlos; su cabeza no se inclinaba a ningún lado, y sus pies no tocaban al fondo del proyectil. Parecían hombres ebrios a quienes faltaba la estabilidad. La imaginación ha creado hombres invisibles o sin sombra. Pero allí la realidad, sólo por la neutralización de las fuerzas atractivas, hacía hombres que no pesaban.

Súbitamente, Miguel, tomando impulso, se desprendió del fondo y quedó suspendido en el aire, como el fraile de la Cocina de los Ángeles, de Murillo. Sus dos amigos se le reunieron al momento, y juntos los tres en el centro del proyectil, figuraban una asombrosa ascensión milagrosa.

—¿Esto es creíble? ¿Es verosímil? ¿Es posible? —exclamó Miguel—. ¡No, y sin embargo, es cierto! ¡Ah! Si Rafael nos hubiera visto así, ¡qué Ascensión hubiera trazado en el lienzo!

—La ascensión no puede durar —respondió Barbicane—. Si el proyectil pasa del punto neutral, la atracción de la Luna nos llevará hacia ella.

—Entonces nuestros pies descansarán en la bóveda del proyectil ——respondió Miguel.

—No tal —dijo Barbicane—; el proyectil tiene su centro de gravedad abajo; y se volverá poco a poco.

—Entonces todo el moblaje va a verse revuelto en un momento.

—No tengas cuidado, Miguel —respondió Nicholl—. No habrá trastorno alguno; ningún objeto se moverá, porque la evolución del proyectil se hará insensiblemente.

—En efecto —añadió Barbicane—, y cuando haya pasado el punto de atracción igual,:su fondo, relativamente más pesado lo arrastrará en dirección perpendicular a la Luna. Pero para que este fenómeno se produzca, es menester que hayamos pasado la línea neutral.

—¡Pasar la línea neutral! —exclamó Miguel—. Entonces hagamos como los marinos cuando pasan el Ecuador: ¡mojemos nuestro paso!

Con un ligero movimiento de lado, se acercó Miguel ala pared; tomó allí una botella y vasos, los colocó en el espacio, delante de sus compañeros, y bebiendo alegremente, saludaron a la línea con una triple inclinación.

Aquella influencia de la atracción duró una hora escasa. Los viajeros se sintieron poco a poco atraídos al fondo del proyectil, mientras el extremo superior de éste, según las observaciones de Barbicane, se apartaba poco a poco de la dirección de la Luna, y por un movimiento inverso, se acercaba a ella la parte inferior. La atracción lunar reemplazaba, pues, a la atracción terrestre. Por consiguiente empezaba la caída hacia la Luna, aunque casi insensible todavía; puesto que no debía ser más que un milímetro y un tercio en el primer segundo, o sean quinientas noventa milésimas de línea. Poco a poco iba aumentándose la fuerza atractiva, la caída sería más marcada, el proyectil presentaría su cono superior a la Tierra y caería con una velocidad creciente hasta la superficie del continente selenita. El objeto, pues, iba a conseguir se, sin que nada pudiera impedir el buen éxito de empresa; y así Nicholl y Miguel Ardán participaban de la alegría de Barbicane.

Hablaron luego de todos aquellos fenómenos que les maravillaban uno tras otro, y especialmente aquella neutralización de las leyes de la gravedad. Miguel Ardán, siempre entusiasta, quería deducir de ellos consecuencias que no eran sino puro capricho.

—¡Ah, mis dignos amigos! ¡Qué progreso tan grande si pudiésemos librarnos tan fácilmente de esa gravedad, de esa cadena que nos sujeta a ella! ¡Sería la libertad del prisionero! ¡No más cansancio de brazos ni de piernas! Y si es verdad que para volar en la superficie de la Tierra, para sostenerse en el aire por el solo ejercicio de los músculos, se necesita una fuerza ciento cincuenta veces superior a la que poseemos, un simple acto de voluntad, un capricho, nos transportaría al espacio, si no existiera la tracción.

—En efecto —dijo riendo, Nicholl—. Si se llegara a suprimir la gravedad como se suprime el dolor por la anestesia, ved ahí una cosa que sembraría la paz en las sociedades modernas.

—Sí —respondió Miguel, fijo en su idea—: destruyamos la gravedad y se acabaron las cargas. No más grúas, no más gatos, no más cabrestantes, ni tornos, ni máquina alguna, que ya no serían necesarias.

—Muy bien dicho —contestó Barbicane—. Pero si se suprimiera la gravead ningún objeto permanecería en su sitio, ni tu sombrero en tu cabeza, ni u casa, cuyas piedras se mantienen juntas por su peso. No podría haber arcos, porque si se sostienen sobre las aguas, es sólo por la gravedad. No habría océano, puesto que sus olas no estarían contenidas por la atracción terrestre; en fin, tampoco habría atmósfera, porque sus moléculas, al no ser retenidas por la gravedad, se dispersarían en el espacio.

—¡Triste es eso! —replicó Miguel—. No hay como esta gente positiva para volverle a uno bruscamente a la realidad.

—Pero consuélate, Miguel —añadió Barbicane—, porque si no hay astro alguno en que no existen las leyes de la gravedad, por lo menos vas a visitar uno en que aquélla es mucho menos que en la Tierra.

—¿La Luna?

—Sí, la Luna. Como su masa no es más que la sexta parte de la del globo terrestre y la gravedad es proporcional a las masas, los objetos pesan allí seis veces menos.

—¿Y lo advertiremos nosotros? —preguntó Miguel.

—Indudablemente, supuesto que 200 kilogramos no pesan más que 30 en la superficie de la Luna.

—¿Y no disminuirá nuestra fuerza muscular?

—De ningún modo; en lugar de elevarte a un metro, saltando, te elevarás a dieciocho pies de altura.

—¡Entonces seremos Hércules en la Luna! —exclamó Miguel.

—Seguramente —respondió Nicholl—; tanto más cuanto que si la estatura de los selenitas es proporcionada a la masa de su globo, tendrán apenas un pie de altura.

—¡Liliputienses! —replicó Miguel—. ¡Voy a hacer, pues, el papel de Gulliver! ¡Vamos a realizar la fábula de los gigantes! Ved ahí la ventaja de abandonar el planeta propio y recorrer el mundo solar.

—Escucha un momento, Miguel —respondió Barbicane—; si quieres hacer de Gulliver, no visites más que los planetas inferiores, como Mercurio, Venus o Marte, cuya masa es menor que la de la Tierra. Pero no te arriesgues a visitar los planetas grandes, como Júpiter, Saturno, Urano o Neptuno, porque entonces se trocarían los papeles, y serías, tú el liliputiense.

“En el Sol, si su densidad es cuatro veces menor que la de la Tierra; su volumen es unas trescientas veinticinco mil veces mayor y la atracción veinticinco veces más fuerte que en la superficie de nuestro globo. De manera que guardadas todas las proporciones, los habitantes deberían tener, por término medio, doscientos pies de altura.

—¡Demonio! —exclamó Miguel—. Allá no sería yo más que un pigmeo.

—Gulliver entre los gigantes —dijo Nicholl.

—Cabalmente —dijo Barbicane.

—Y no sería inútil llevar piezas de artillería para defenderse.

—¡Bah! —replicó Barbicane—. Tus balas no harían efecto alguno en el Sol y caerían al suelo a los pocos metros.

—¡Qué cosa más rara! Se me antoja una fantasía.

—Pero cierta —respondió Barbicane—. La atracción es tan grande en aquel astro enorme, que un objeto de peso de 70 kilogramos en la Tierra, pesaría 1,930 en la superficie del Sol. Un sombrero, 10 kilogramos; tu cigarro media libra—Y en fin, si tú cayeras al suelo en el continente solar, no podríamos levantarte, porque tu peso sería de 2,500 kilogramos.

—¡Diablo! —exclamó Miguel—. Sería Menester entonces llevar consigo una cabria. Pues bien, amigos míos, contentémonos por hoy con la Luna allí a lo menos haremos un buen papel. Más adelante veremos si nos conviene ir al Sol, donde no puede uno beber sin el auxilio de un cabrestante para llevarse la copa a los labios.