miércoles, 27 de enero de 2010

Capítulo III: Instalación

Después de tan curiosa y exacta explicación, los tres amigos volvieron a dormir profundamente. ¿En qué lugar podían encontrar dormitorio más tranquilo y sosegado? En la Tierra, en las casas de las ciudades, como en las cabañas de los campos, sienten necesariamente todas las sacudidas que sufre la corteza del Globo. En el mar, el buque mecido por las olas se halla en continuo choque y movimiento. En el aire, el globo aerostático oscila sin cesar sobre capas elásticas de diferentes densidades. Sólo aquel proyectil flotando en el vacío absoluto, en medio de un absoluto silencio, podía ofrecer reposo a sus huéspedes. Por lo tanto, el sueño de los viajeros se hubiera prolongado indefinidamente, a no despertarles un ruido inesperado a eso de las siete de la mañana del día 2.

Aquel ruido era un ladrido perfectamente claro.

—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Miguel Ardán, incorporándose al punto.

—Tienen hambre —dijo Nicholl.

—¡Naturalmente! —respondió Miguel—. Nos habíamos olvidado de ellos.

—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.

Los buscaron y encontraron al uno escondido bajo el diván. Espantado y anonadado por el choque inicial, había permanecido en aquel escondrijo hasta que recobró la voz y el hambre.

Era la pobre Diana, bastante acobardada aún y que salía de su escondite, no sin hacerse rogar a pesar de que Miguel Ardán la animaba con sus caricias.

—Ven, Diana —le decía—, ven, hija mía; tú, cuyos destinos formarán época en los anales cinegéticos; tú, a quien los paganos hubieran hecho compañero del dios Anubis y los cristianos de San Roque; tú, que eres digna de ser vaciada en bronce por el rey de los infiernos, como aquel faldero que Júpiter regaló a la bella Europa a cambio de un beso; tú, que has de eclipsar la ,Celebridad de los héroes de Montargis y del monte de San Bernardo; tú, que al lanzarte por los espacios interplanetarios vas tal vez a ser la Eva de los perros selenitas, tú, que justificarás ese pensamiento elevado de Toussenel: “En el principio creó Dios al hombre, y al verle débil, le dio el perro.” ¡Ven acá, Diana, ven!

Diana, contenta o no, se acercó poco a poco, con quejidos lastimeros.

—Bueno —dijo Barbicane—, ya veo a Eva, pero ¿dónde está Adán?

—¡Adán! —respondió Miguel Ardán—. No debe de estar lejos, ahí estará, en cualquier parte; le llamaremos. ¡Satélite! ¡Toma, Satélite!

Pero Satélite no aparecía, y Diana continuaba quejándose. Sin embargo, vieron que no estaba herida y le sirvieron una torta apetitosa que puso fin sus ayes.

Satélite parecía perdido, y fue necesario buscarlo largo rato, hasta que se le encontró en uno de los compartimentos superiores del proyectil, a donde había sido lanzado por el choque. El pobre animal se hallaba en un estado lastimoso.

—¡Diablos! —dijo Miguel—; ya está comprometida nuestra aclimatación.

Bajaron con cuidado al infeliz perro, que se había roto la cabeza contra la bóveda, y que parecía difícil que pudiera curarse. No obstante, le tendieron con cuidado sobre un almohadón y allí exhaló un suspiro.

—Nosotros te cuidaremos —dijo Miguel—. Somos responsables de tu existencia; más quisiera yo perder un brazo mío que una pata de mi pobre Satélite.

Y al punto dio un trago de agua al herido, que la bebió con avidez.

Después los viajeros observaron atentamente la Tierra y la Luna. La Tierra no aparecía ya sino como un disco ceniciento que terminaba en un arco luminoso más estrecho que la víspera; pero su volumen era todavía enorme, comparado con el de la Luna, que se acercaba cada vez más a un círculo perfecto.

—¡Caramba! —dijo entonces Miguel Ardán—, siento no haber partido en el momento de haber Luna llena, es decir, cuando nuestro Globo se hallase en posición con el Sol.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque hubiésemos visto bajo un aspecto nuevo nuestros continentes y nuestros mares, éstos resplandecientes bajo la proyección de los rayos solares; aquéllos más sombríos y como se ven reproducidos en algunos mapas. Me gustaría haber visto esos polos de la Tierra a donde no ha llegado la mirada del hombre.

—Por supuesto —respondió Barbicane—; pero habiendo Tierra llena, habría Luna nueva, es decir, invisible en medio de la luz del Sol. Y más necesitábamos ver el punto de llegada que el de partida.

—Tenéis razón, Barbicane —respondió el capitán Nicholl—, y además, cuando hayamos llegado a la Luna tendremos tiempo, durante sus largas noches, de contemplar a nuestro gusto ese Globo en que hormiguean nuestros semejantes.

—¡Nuestros semejantes! —exclamó Miguel Ardán—; lo que es ahora ya no son tan semejantes nuestros como los de la Luna. Nosotros habitamos un mundo poblado por nosotros solos: el proyectil. Yo soy semejante a Barbicane, y Barbicane lo es de Nicholl. Más allá de nosotros, fuera de nosotros, concluye la Humanidad, y nosotros somos las únicas poblaciones de este macrocosmos, hasta el momento en que nos convirtamos en simples selenitas.

—Que será dentro de ochenta y ocho horas, poco más o menos —replicó el capitán.

—¿Lo cual quiere decir ... ? —preguntó Miguel Ardán.

—Que son las ocho y media —respondió Nicholl.

—Pues bien —replicó Miguel—, no comprendo por qué razón no hemos de almorzar en seguida. Es preciso conservarnos.

En efecto, los habitantes de aquel nuevo astro no podían vivir en él sin comer y su estómago sufría las imperiosas leyes del hambre. Miguel Ardán como francés se erigió en jefe de la cocina, cargo importante que no le suscitó competencia. El gas produjo el calor suficiente para las operaciones culinarias, y el arca de las provisiones ofreció los elementos del festín.

Empezó la comida por tres tazas de excelente caldo, que se preparó disolviendo en agua caliente unas cuantas de las exquisitas pastillas de Liebig, preparadas con los mejores trozos de los rumiantes de las Pampas. Al caldo de vaca sucedieron algunos pedazos de bistec comprimidos en la prensa hidráulica, tan tiernos, tan suculentos como si salieran de las cocinas del “Café Inglés”. Miguel, que era hombre de imaginación, aseguró que echaban sangre.

Diversas legumbres en conserva y “más frescas que en su tiempo”, según afirmaba también Miguel, siguieron al plato de carne, y terminó la comida con té y tostadas de manteca a la americana. El té, que pareció exquisito, era de primera y regalo del emperador de Rusia, que había enviado unas cuantas cajas a los viajeros.

Por último, Ardán descorchó una botella de “Nuits”, que por casualidad había en el departamento de las provisiones, y los tres amigos bebieron brindando por la unión de la Tierra y su satélite. Y cual si no bastase la compañía de aquel excelente vino que había sido destilado en las laderas de Borgoña, el Sol quiso honrar también el festín con su presencia. El proyectil salía, en aquel momento, del cono de sombra proyectado por el globo terrestre y los rayos del astro brillante fueron a dar directamente en el disco inferior del proyectil.

—¡El Sol! —exclamó Miguel Ardán.

—Sin duda —respondió Barbicane—; ya lo esperaba.

—Sin embargo —dijo Miguel—, ¿el cono de sombra que la Tierra proyectaba en el espacio no se extiende más allá de la Luna?

—Sí, mucho más allá, si no se tiene en cuenta la refracción atmosférica —dijo Barbicane—; pero cuando la Luna está envuelta en esta sombra es porque los centros de los tres astros: Sol, Tierra y Luna, están en línea recta. Entonces los nodos coinciden con las fases de la luna llena, y se verifica el eclipse. Si hubiéramos salido en el momento de un eclipse la Luna, toda nuestra travesía se hubiera verificado en la sombra, lo cual hubiera sido cosa desagradable.

—¿Porqué?

—Porque aun cuando flotemos en el vacío, nuestro proyectil, bañado por los rayos solares, recogerá su luz y su calor, lo cual, entre otras cosas, nos proporcionará economía de gas que es de gran importancia.

En efecto, bajo la influencia de aquellos rayos, cuya temperatura y cuyo brillo no templaba ninguna atmósfera, el proyectil se iluminaba y recibía su calor, como si huera pasado súbitamente del invierno al verano. La Luna por un lado, el Sol, por otro, lo inundaban con sus resplandores.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Nicholl.

—¡Ya lo creo! —exclamó Miguel Ardán—. Con un poco de tierra vegetal extendida sobre nuestro planeta de aluminio, haríamos nacer guisantes en veinticuatro horas. Sólo temo una cosa, y es que lleguen a entrar en fusión las paredes del proyectil.

—No tengas cuidado, amigo mío —respondió Barbicane—. El proyectil ha sufrido una temperatura mucho más elevada, mientras atravesaba las capas atmosféricas. Nada me extrañaría que haya parecido un bólido candente a los espectadores de la Florida.

—¡Entonces J. T. Maston debe de creernos asados!

—Lo que me choca —respondió Barbicane— es que no lo hayamos sido. Es un peligro que no habíamos previsto.

—Yo si lo temía —respondió simplemente Nicholl.

—¡Y nada nos había dicho, sublime capitán! —dijo Miguel Ardán, estrechando la mano de su compañero.

Barbicane, entretanto, se entretenía en arreglar el interior del proyectil, como si nunca debiera salir de él. Se recordará que aquel vagón aéreo presentaba en su base una superficie de cincuenta y cuatro pies cuadrados. Tenía dos pies de altura hasta el vértice de su bóveda, se hallaba distribuido hábilmente en todo su interior y los instrumentos y utensilios de viaje perfectamente acomodados cada uno en su sitio especial, de manera que los tres viajeros podían moverse allí dentro con perfecto desahogo. El grueso cristal fijo en una parte del fondo podía sostener, sin peligro, un gran peso. Así Barbicane y sus compañeros andaban sobre él como sobre un suelo sólido. A todo esto, el Sol, que lo atacaba con sus rayos directos, iluminando por bajo el interior, producía efectos de luz muy singulares.

Comenzaron por examinar el depósito de agua y la caja de los víveres.

Estos dos recipientes se hallaban en buen estado, sin haber sufrido desperfecto alguno, merced a las disposiciones tomadas para amortiguar el choque. Los víveres eran abundantes y podrían alimentar a los viajeros durante todo un año. Barbicane había querido precaverse para el caso de que el proyectil llega a un punto de la Luna completamente estéril. En cuanto al y a la provisión de aguardiente, que llegaba a cincuenta galones, había sólo para dos meses. Pero a juzgar por las últimas observaciones de los astrónomos, la Luna conservaba una atmósfera baja, densa, pesada, a lo menos en los valles profundos, y allí no podía menos de haber arroyos y manantiales. Así, pues, ni en la travesía ni en el primer año de su permanencia en el continente lunar debían sufrir hambre ni sed los atrevidos exploradores.

Quedaba la cuestión del aire en el interior del proyectil; pero también estaba resuelta. El aparato de Reiset y Regnault, destinado a producir oxígeno, era alimentado por clorato de potasa y había para dos meses. Es verdad que consumía necesariamente cierta cantidad de gas, porque debía mantener a más de cuatrocientos grados la materia productiva; pero tampoco había nada que temer en este punto. Por lo demás el aparato no exigía sino un poco de vigilancia, porque funcionaba automáticamente. A aquella elevada temperatura el clorato de potasa se transformaba en cloruro potásico y abandonaba todo su oxígeno; y descomponiendo dieciocho libras de clorato de potasa se obtendrían las siete libras de oxígeno necesarias para el consumo diario de los viajeros del proyectil.

Más no bastaba renovar el oxígeno gastado; era también necesario absorber el ácido carbónico producido por la respiración. En efecto, al cabo de doce horas la atmósfera del proyectil se había cargado de este gas deletéreo, producto de la combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno aspirado. Nicholl conoció aquel estado del aire al ver a Diana respirar fatigosa, y era, efectivamente, porque el ácido carbónico, a causa de su gravedad específica, se iba acumulando en el fondo del proyectil, como en la famosa Gruta del Perro, en Nápoles. La pobre perra, con la cabeza baja, sufría ya la influencia perniciosa de aquel gas; pero el capitán Nicholl se ,apresuró a remediar el mal, disponiendo en el fondo del proyectil varios recipientes que contenían potasa cáustica, sustancia que, por ser muy ávida de ácido carbónico, lo absorbió en poco tiempo y purificó el aire.

Se procedió luego al inventario de los instrumentos. Los termómetros y barómetros habían resistido, salvo un termómetro de mínimas, que se había roto. Un excelente aneroide, que iba dentro de un estuche almohadillado, fue colgado en la pared; como es fácil de comprender, no sufría ni marcaba más que la presión de aire contenido en el proyectil. Pero indicaba también la cantidad de vapor de agua que encerraba. En aquel momento oscilaba su aguja entre 730 y 760 milímetros, lo cual significaba “buen tiempo”. También disponía Barbicane de varias brújulas que seguían intactas y que no marcaban dirección alguna, porque a la distancia en que el proyectil se encontraba de la Tierra el polo magnético no podía ejercer acción sensible en el aparato. Pero aquellas brújulas, transportadas al disco lunar, tal vez revelarían allí fenómenos particulares; y como quiera que fuese era de gran interés averiguar si el satélite de la Tierra se hallaba, como ésta sujeto a la influencia magnética.

Se examinó igualmente el estado en que se hallaban un hipsómetro para medir la altura de las montañas lunares, un sextante destinado a tomar la altura del Sol, un teodolito, instrumento de geodesia que sirve para levantar planos y reducir los ángulos en el horizonte, y varios anteojos de grandísima utilidad para cuando se hallasen cerca de la Luna. Todos estos instrumentos estaban intactos a pesar de la violencia de la sacudida inicial.

En cuanto a los utensilios: picos, azadones y útiles de que Nicholl había hecho selecta provisión, los sacos de semillas variadas y los arbustos que Miguel Ardán pensaba trasplantar a las tierras selenitas, continuaban en sus puestos respectivos, en la parte alta del proyectil. Allí había una especie de desván lleno de objetos que el pródigo francés había amontonado y que no se sabía a punto fijo cuáles fueran. De cuando en cuando se encaramaba hasta allí, asiéndose a los ganchos fijos en las paredes; volvía y revolvía, arreglaba y registraba, tarareando en falsete alguna canción francesa que divertía a la reunión. Barbicane comprobó minuciosamente que sus cohetes y demás artificios no habían sufrido desperfectos. Aquellas importantes piezas, fuertemente cargadas, debían servir para retardar la caída del proyectil cuando, arrebatado por la atracción lunar, después de pasar al punto de equilibrio, fuera a caer sobre la superficie del satélite. Esta caída, por lo demás, debía ser seis veces menos rápida que lo hubiera sido sobre la superficie de la Tierra, debido a la diferencia de masa en ambos astros.

La inspección se terminó, pues, a satisfacción de todos; y cada cual volvió luego a observar el espacio por las ventanas laterales y a través del cristal inferior.,

El espectáculo seguía siendo el mismo: toda la extensión de la esfera terrestre estaba cuajada de estrellas y constelaciones de un brillo maravilloso que hubiera vuelto loco de júbilo a un astrónomo. Por un lado el Sol, como la boca de un horno encendido, presentaba un disco deslumbrador sin aureola y resaltando en el fondo negro del cielo. Por el otro la Luna le enviaba sus rayos reflejados, y aparecía como inmóvil en medio del mundo estelar. Después, una mancha bastante oscura que parecía un agujero hecho en el firmamento, y que se hallaba rodeada de un semicírculo Plateado, indicaba el emplazamiento de la Tierra. Aquí y allí se veían nebulosas amontonadas como copos de nieve sideral, y del cenit al nadir se extendía como un inmenso anillo de la Vía Láctea, en medio de la cual el Sol no figura sino como estrella de cuarta magnitud. Los observadores no podían apartar las miradas de aquel espectáculo tan nuevo e imposible de describir. ¡Qué de reflexiones les sugirió! ¡Cuántas emociones desconocidas despertó en su alma! Barbicane quiso .comenzar la relación de su viaje bajo el efecto de aquellas impresiones, y anotó hora por hora todos los hechos que marcaban el principio de su empresa, escribiendo tranquilamente con letra grande y estilo un poco comercial.

Mientras tanto, el calculador Nicholl revisaba sus fórmulas de trayecto y manejaba las cifras con sin igual destreza. Miguel Ardán charlaba, ora con Barbicane, que apenas respondía, ora con Nicholl, que ni siquiera le oía, o con Diana que no entendía sus proyectos, y por fin consigo mismo, preguntándose y respondiéndose, yendo, viniendo, ocupándose en mil menudencias, ya inclinado sobre el cristal del fondo, ya encaramado en alto del proyectil, y siempre canturreando entre dientes. En una palabra, representaba detrás de aquel macrocosmos la agitación y la locuacidad francesas, y las representaba Miquel Ardán dignamente.

El día, más propiamente dicho, el transcurso de doce horas que constituye el día en la Tierra, terminó con una cena abundante y delicada. No había ocurrido ningún incidente capaz de alterar la confianza de los viajeros, los cuales, llenos de esperanza y seguros del éxito, se durmieron tranquilamente, mientras el proyectil cruzaba los espacios celestes a una velocidad uniformemente decreciente.

Capítulo IV: Un poco de álgebra

Transcurrió la noche sin ningún incidente digno de mención, entendiendo siempre que la palabra noche es impropia, porque la posición del proyectil no variaba con relación al Sol, y astronómicamente, era dé día en la parte inferior del proyectil y de noche en la superior. Así, pues, en el presente relato estas dos palabras no expresan sino el tiempo transcurrido entre el orto y el ocaso del Sol en la Tierra.

Tanto más tranquilo fue el sueño de los viajeros cuanto que el proyectil, a pesar de su gran velocidad, parecía hallarse enteramente inmóvil. Ningún movimiento revelaba su marcha a través del espacio. La traslación, por muy rápida que sea, no puede producir efecto sensible en el organismo, si se verifica en el vacío o si la masa de aire circula con el cuerpo arrastrado. ¿Qué habitante de la Tierra percibe su velocidad, que sin embargo le hace andar a razón de noventa mil kilómetros por hora? El movimiento en tales condiciones no se siente más que el reposo. Así todo cuerpo es indiferente a ellos; si se halla en reposo permanecerá en tal estado hasta que una fuerza externa le obligue a moverse, y si está en movimiento no se detendrá hasta que un obstáculo interrumpa su marcha. Esta indiferencia por el movimiento Y el reposo es la inercia.

Barbicane y sus compañeros podían creerse en reposo absoluto, encerrados en el proyectil, y el efecto hubiera sido el mismo aunque se hallaran en lo exterior. A no ser por, la Luna, que aumentaba en volumen delante de ellos, y por la Tierra, que disminuía detrás, podían jurar que flotaban en la inmovilidad más completa.

Por la mañana del 3 de diciembre les despertó un ruido alegre, pero inesperado: era el canto de un gallo que resonó dentro del vagón. Miguel Ardán, que fue el primero en despertarse, trepó hasta lo alto del proyectil, y cerrando una caja que estaba entreabierta, dijo en voz baja:

—¿Quieres callar? ¡Este animal va a hacer fracasar mis proyectos!

Entretanto, Nicholl y Barbicane se habían despertado también.

—¿Qué es eso? ¿Un gallo aquí? —se preguntó Nicholl.

—No, amigos míos —respondió Miguel—, soy yo que he querido despertarlos con ese canto campestre.

Y lanzó un sonoro quiquiriquí digno del más arrogante gallo.

Los dos americanos no pudieron menos de reír.

—Vaya una habilidad —dijo Nicholl, mirando a su compañero con aire perspicaz.

—Sí —respondió Miguel—, es una broma muy usual en mi país; allí se hace el gallo en las reuniones más distinguidas.

Y variando en seguida de conversación, añadió:

—¿Sabes, Barbicane, en qué he estado pensando toda la noche?

—No —respondió el presidente.

—En nuestros amigos de Cambridge; ya puedes haber observado que soy completamente ignorante en las cosas matemáticas, por lo cual me es imposible adivinar cómo vuestros sabios del observatorio han podido calcular la velocidad inicial que debería llevar el proyectil al salir del columbia para dirigirse a la Luna.

—Querrás decir —replicó Barbicane— para llegar a ese punto en que se equilibran las atracciones terrestres y lunares porque desde ese punto situado aproximadamente a las nueve décimas del trayecto, el proyectil caerá por sí solo en la Luna simplemente en virtud de la gravedad.

—Enhorabuena —respondió Miguel—; pero, lo repito, ¿cómo se ha podido calcular la velocidad inicial?

—Nada más fácil —respondió Barbicane.

—¿Habrías podido tú hacer el cálculo? —preguntó Miguel Ardán.

—Seguramente; Nicholl y yo lo hubiéramos resuelto si la nota del observatorio no nos hubiera quitado ese trabajo.

—Pues bien, amigo Barbicane —respondió Miguel—, antes me hubiera cortado la cabeza, empezando por los pies, que hacerme— resolver ese problema.

—Porque no sabes álgebra —replicó tranquilamente Barbicane.

—¡Ah! Así son ustedes, devoradores de “X”, Siempre lo mismo; todo lo quieren componer con el álgebra.

—Perdóname, Miguel —replicó Barbicane—, ¿crees que se puede forjar sin martillo o labrar sin arado?

—No es fácil.

—Pues bien, el álgebra es una herramienta como el arado o el martillo, y una buena herramienta para el que sabe hacer uso de ella.

—¿De veras?

—¡Y tan de veras!

—¿Y podrías manejar esa herramienta en mi presencia?

—Si tienes interés en ello, no hay inconveniente.

—¿Y demostrarme cómo se ha calculado la velocidad inicial del vagón?

—Sí, amigo mío; teniendo en cuenta todos los elementos del problema, la distancia del centro de la Tierra al centro de la Luna, el radio de la Tierra y la masa de la Luna, puedo demostrar exactamente cuál ha debido de ser la velocidad inicial del proyectil, por medio de una simple fórmula.

—Veamos la fórmula.

_Ya lo verás, pero no te daré la curva trazada realmente por la bala entre la Luna y la Tierra atendiendo a su movimiento de traslación alrededor del Sol, sino que consideraré estos dos astros como inmóviles, lo cual nos basta.

—¿Y por qué?

—Porque sería buscar la solución de ese problema llamado “problema de los tres cuerpos” y que el cálculo integral no ha podido resolver todavía.

—¡Toma! —dijo Miguel, en su tono burlón—. ¿Conque es decir que las matemáticas no han dicho todavía su última palabra?

—Ciertamente que no —respondió Barbicane.

—¡Bueno! Acaso los selenitas hayan adelantado más que nosotros en el cálculo, integral. Y a propósito, ¿qué es el cálculo integral?

—Es lo inverso del cálculo diferencial —respondió seriamente Barbicane.

—Muchas gracias.

—En otros términos, es un cálculo por medio del cual se buscan las cantidades infinitas cuya diferencia se conoce.

—Vamos, eso ya es más claro —respondió Miguel con aire muy satisfecho.

—Y ahora —replicó Barbicane—, venga papel y lápiz y antes de media hora encontraré la fórmula perdida.

No había pasado media hora cuando Barbicane alzó la cabeza y enseñó a Miguel Ardán una cuartilla cubierta de signos algebraicos, en medio de los cuales sobresalía una fórmula general.

¿Y qué significa eso? —preguntó Miguel.

—Significa —respondió Nicholl— que un medio de v elevado al cuadrado menos v subcero elevado al cuadrado es igual a rg multiplicado por rx menos 1, más m' partido por m multiplicado por r partido por d menos x menos r partido por dr.

—¿X sobre y montado sobre z y a caballo sobre p...? —exclamó Miguel Ardán soltando la carcajada—. ¿Y tú entiendes eso, capitán?

—No puede ser más claro.

—¡Ya lo creo! Es cosa que salta a la vista —replicó Miguel.

—¡Eterno guasón! —replicó Barbicane—. ¿No querías álgebra? ¡Pues ahora vas a tener álgebra hasta la coronilla!

—¡Prefiero, que me ahorquen!

—En efecto —respondió Nicholl, que examinaba la fórmula como inteligente; me parece perfectamente resuelto, Barbicane. Es la integral de las fuerzas vivas, y no dudo que nos dará el resultado apetecido.

—¡Pero yo quisiera comprender! —exclamó Miguel—. ¡Daría diez años de la vida de Nicholl por comprender!

—Escucha, pues —replicó Barbicane—. La mitad de v elevada al cuadrado menos v subcero elevado al cuadrado es la fórmula que nos da la semivariación de la fuerza viva.

—Bueno, y Nicholl, ¿sabe lo que eso significa?

—Sin duda —respondió el capitán—. Todos esos signos que te parecen cabalísticos forman, sin embargo, el lenguaje más claro y más lógico para quien sabe leerlo.

—¿Y tú pretendes, Nicholl —preguntó Miguel—, encontrar, por medio de esos jeroglíficos, más incomprensibles que los ibis egipcios, la velocidad inicial que se debía imprimir al proyectil?

—Indudablemente —respondió Nicholl—, y aun por medio de esta fórmula podría decirte siempre cuál es la velocidad en un punto cualquiera de su trayecto.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

—Entonces eres tan sabio como nuestro presidente.

—No, Miguel; lo difícil es lo que ha hecho Barbicane; plantear una ecuación con todas las condiciones del problema. El resto no es más que un problema de aritmética y no exige más conocimientos que los de las cuatro reglas.

—¡Eso ya me gusta más! —respondió Miguel Ardán, que en toda su vida no había podido hacer una suma exacta y que definía esa regla diciendo: “Es un rompecabezas chino que permite obtener totales indefinidamente variados”.

Por su parte, Barbicane aseguraba que Nicholl, fijándose en ello, habría obtenido también la fórmula.

—No lo sé —decía Nicholl—; porque cuanto más la estudio, mejor planteado me parece.

—Ahora escucha —dijo Barbicane a su ignorante compañero—, y te convencerás de que todas estas letras tienen una significación.,

—Ya escucho —dijo Miguel, con aire resignado.

—d —dijo Barbicane— es la distancia del centro de la Tierra al centro de la Luna; porque hay que tomar los centros para calcular las atracciones.

—Comprendo.

—r es el radio de la Tierra.

—r, radio, corriente.

—m es la masa de la Tierra y m' la masa de la Luna; porque, en efecto, es preciso tomar en cuenta la masa de los cuerpos atrayentes supuesto que la atracción es proporcional a las masas.

—Entendido.

—g representa la gravedad, la velocidad que adquiere en un segundo cualquier cuerpo que cae a la superficie de la Tierra. ¿Está claro esto?,

—¡Como el agua! —respondió Miguel,

—Ahora representa por la x la distancia variable que separa al proyectil del centro de la Tierra, y por la v la velocidad que lleva dicho proyectil a aquella distancia.

—Muy bien.

—Finalmente, la expresión v subcero que figura en la ecuación anterior es la velocidad que posee el proyectil al salir de la atmósfera.

—En efecto —dijo Nicholl—, en ese punto es donde hay que calcular la velocidad puesto que ya sabemos que la velocidad al partir vale una vez y media la velocidad al, salir de la atmósfera.

—¡Yo no comprendo! —dijo Miguel.

—Pues es muy sencillo —replicó Barbicane.

—No tanto como parece —se defendió Miguel.

—Eso quiere decir que cuando nuestro proyectil ha llegado al límite de la atmósfera terrestre ha perdido ya una tercera parte de su velocidad inicial.

—¿Tanto?

—Sí, amigo mío, nada más que por su rozamiento con las capas atmosféricas. Comprendes muy bien que cuanto más rápidamente marche, más resistencia encontrará en el aire.

—Eso lo admito —respondió Miguel— y lo comprendo, por más que tus v subcero y tus v elevadas al cuadrado me hagan en la cabeza el mismo efecto que los clavos en un saco.

—Primer efecto del álgebra —replicó Barbicane—. Y ahora, para concluir, vamos a plantear inmediatamente estas expresiones, es decir, vamos a numerar su valor.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Miguel.

—De estas expresiones —dijo Barbicane—, unas son conocidas y otras hay que calcularlas.

—Yo me encargo de estas últimas —dijo Nicholl.

—Veamos —continuó Barbicane—; r es el radio terrestre que en la latitud de la Florida, donde partimos, es igual a seis millones trescientos setenta milímetros; d, es decir, la distancia del centro de la Tierra al centro de la Luna, vale cincuenta y seis radios terrestres, o sea... Nicholl multiplicó rápidamente.

—O sea —dijo—, trescientos cincuenta y seis millones trescientos veinte metros, en el momento de hallarse la Luna en su perigeo, es decir, a su menor distancia de la Tierra.

—Bien —dijo Barbicane—; ahora m' partido por m, es decir, la relación de la masa de la Luna a la de la Tierra es igual a un ochentaiunavo.

—Perfectamente.

—g, la gravedad es en la Florida de nueve metros y ochenta y un centímetros. De donde resulta gr igual...

—A sesenta y dos millones cuatrocientos veintiséis mil metros cuadrados —respondió Nicholl.

—¿Y ahora? —preguntó Miguel Ardán.

—Ahora que ya están en números las expresiones —respondió Barbicane—, voy a buscar la velocidad v subcero, es decir, la que debe tener el proyectil al salir de la atmósfera para llegar al punto de atracción igual con una velocidad nula. Puesto que en este instante la velocidad será nula, digo que igualará a cero, y que x, o sea la distancia a que se encuentra ese punto neutral, estará representada por las nueve décimas de d, es decir, la distancia que separa los dos centros.

—Tengo una idea vaga de que debe ser así —dijo Miguel.

—Tendremos, pues: x igual a nueve décimas de d, y v igual a cero, y la fórmula será...

Y escribió rápidamente.

Nicholl leyó con avidez.

—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó.

—¿Está claro? —preguntó Barbicane.

—¡Escrito en letras de fuego! —respondió Nicholl.

—¡Pobres hombres! —murmuraba Miguel.

—¿Has comprendido por fin? —le preguntó Barbicane.

—¡Que si he comprendido! —exclamó Miguel—. Lo que pasa es que se me va la cabeza.

—Pues significa —siguió Barbicane— que v subcero al cuadrado es igual a dos gr multiplicado por uno menos diez r partido por 9d menos un ochentaiunavo multiplicado por 10r partido por d menos r.

—Y ahora —dijo Nicholl—, para obtenerla velocidad del proyectil al salir de la atmósfera, no—hay más que calcular.

Y el capitán, como acostumbrado a toda clase de dificultades, se puso a hacer números con asombrosa rapidez. Barbicane le seguía con la vista mientras Miguel Ardán se apretaba las sienes con las manos para librarse de la jaqueca.

—¿Qué resultado? —preguntó Barbicane, después de unos cuantos minutos de silencio.

—Hecho el cálculo —respondió Nicholl—, resulta que v subcero, es decir, la velocidad del proyectil al salir de la atmósfera para llegar al punto de igual atracción, ha debido ser...

—¿Cuánto?

—Once mil cincuenta y un metros en el primer segundo.

—¿Cómo? —dijo Barbicane, dando un salto—. ¿Qué habéis dicho?

—Once mil cincuenta y un metros.

—¡Maldición! —exclamó el presidente haciendo un ademán desesperado.

—¿Qué tienes? —preguntó Miguel Ardán, sorprendido.

—¿Qué tengo? Que si en este momento la velocidad había disminuido en una tercera parte por el rozamiento, la velocidad inicial debía de ser...

—Dieciséis mil quinientos setenta y seis metros —respondió Nicholl.

—Y el observatorio de Cambridge ha declarado que bastaban once mil metros en el punto de partida, y el proyectil ha partido sólo con esta velocidad recomendada.

—¿Y qué? —preguntó Nicholl.

—¡Toma! Que será insuficiente.

—¡Bueno!

—¡Y que no llegaremos al punto de equilibrio!

—¡Cielos!

—Ni siquiera a mitad del camino.

—¡Canastos! —exclamó Miguel Ardán, saltando como si el proyectil estuviese a punto de chocar con el globo terrestre.

—¡Y caeremos otra vez a la Tierra!

domingo, 24 de enero de 2010

Capítulo II: La primera media hora


¿Qué había sucedido? ¿Cuál fue el efecto de la terrible sacudida? ¿Había tenido feliz resultado el ingenio de los constructores del proyectil? ¿Se había logrado amortiguar el choque por medio de muelles, de los obturadores, de las almohadillas de agua Y los tabiques elásticos? ¿Se había conseguido dominar el terrible impulso de aquella velocidad inicial de 11,000 metros, suficiente para llegar a París o Nueva York en un segundo? Esto era, indudablemente, lo que se preguntaban los testigos de la asombrosa escena, olvidando por un momento el objetivo del viaje, para no pensar más que en los viajeros. Y si alguno de ellos, por ejemplo J. T. Maston hubiera podido mirar al interior del proyectil, ¿qué habría visto?

Por el pronto, nada. La oscuridad era completa dentro del proyectil, cuyas paredes habían resistido perfectamente, sin producirse en ellas la más simple abertura, flexión o deformación. El magnífico proyectil no se había alterado en nada, a pesar de la intensa deflagración de la pólvora, ni fundido, como algunos temían, produciendo una lluvia de aluminio líquido.

Respecto a los objetos que encerraba, alguno que otro había sido aplastado contra el suelo; pero la mayoría había resistido perfectamente el choque; sus asideros se hallaban intactos.

En el disco movible, que había descendido hasta el fondo, por haber cedido los tabiques elásticos y salida del agua, yacían tres cuerpos sin movimiento. ¿Respiraban todavía Barbicane, Nicholl y Miguel Ardán, o aquel proyectil no era ya más que un sepulcro de metal que llevaba tres cadáveres a través del espacio? Pocos minutos después de la salida, uno de los tres cuerpos se movió, agitó los brazos, levantó la cabeza y, por fin, se puso de rodillas. Era Miguel Ardán, el Cual, después de palparse y lanzar un suspiro estrepitoso, dijo:

—Miguel Ardán está completo; vamos a ver los demás.

Y el decidido francés quiso levantarse, pero no pudo tenerse en pie; su cabeza vacilaba y sus ojos, inyectados en sangre, no veían; parecía, un hombre embriagado.

—¡Demonio! —exclamó—. Esto me hace el mismo efecto que dos botellas de “Cordon”; pero me es menos agradable al paladar.

Pasándose luego la mano por la frente y frotándose las sienes, gritó con fuerza:

—¡Nicholl! ¡Barbicane!

Aguardó un rato con ansiedad y no obtuvo respuesta, ni siquiera un suspiro que indicara que el corazón de sus amigos seguía latiendo, volvió a llamarlos y continuó el mismo silencio.

—¡Cáspita! —dijo—. Parece que han caído de cabeza de un quinto piso! ¡Vaya! —añadió, con su imperturbable confianza—. Si un francés ha podido ponerse de rodillas, dos americanos bien podrán ponerse en pie. Pero ante todo veamos lo que hacemos.

Notaba Ardán que iba recobrando la vida por momentos, su sangre se calmaba y recobraba su circulación acostumbrada. Haciendo nuevos esfuerzos consiguió mantenerse en equilibrio; se levantó, encendió una cerilla y, acercándola al mechero, lo encendió. Entonces pudo cerciorarse de que el recipiente no había sufrido desperfecto alguno, ni el gas se había salido; lo cual, además; ya se lo hubiese revelado el olfato, y tampoco habría podido encender la luz impunemente en semejante caso; porque el gas, mezclado con el aire hubiera formado una mezcla detonante cuya explosión habría acabado lo que tal vez había empezado a hacer la sacudida.

Así que tuvo encendida la luz se acercó Ardán a sus compañeros, cuyos cuerpos estaban uno sobre otro, como masas inertes; Nicholl encima y Barbicane debajo.

Ardán cogió a Nicholl, lo incorporó, le recostó contra un diván y empezó a darle friegas vigorosamente. Por este medio practicado con inteligencia, consiguió reanimar al capitán, abrió los ojos, recobró instantáneamente su sangre fría, tomó la mano de Ardán y, mirando luego en torno suyo preguntó:

—¿Y Barbicane?

—Ya le llegará el turno —respondió tranquilamente Miguel Ardán—; he empezado por ti, que estabas encima, vamos ahora con él a resucitarle.

Y así diciendo, Ardán y Nicholl levantaron al presidente del “Gun-Club” y le colocaron en el diván. Barbicane no parecía haber sufrido más que —sus compañeros; se veía que había vertido sangre, pero pronto Nicholl se convenció de que aquella enorme hemorragia provenía de una herida en el hombro. Barbicane, sin embargo, tardó algún tiempo en volver en sí, lo cual no dejó de sobresaltar a sus compañeros, que continuaban dándole friegas sin cesar.

—Sin embargo, respira —decía Nicholl, acercando el oído al pecho del presidente.

—Sí —respondió Ardán—, respira como quien tiene costumbre de hacerlo todos los días; frotemos, Nicholl, frotemos, sin parar.

Y los improvisados enfermeros lo hicieron tan bien, que Barbicane recobró el sentido, abrió lo ojos, tomó la mano a sus amigos, y preguntó ante todo:

—¿Caminamos, Nicholl?

Nicholl y Ardán se miraron, recordando que no habían pensado en el proyectil, porque su primer cuidado había sido los viajeros y no el vehículo.

—¡Dice bien! ¿Marchamos? —repitió Miguel Ardán.

—¿O reposamos tranquilamente sobre la tierra de la Florida? —le preguntó Nicholl.

—¿O en el fondo del golfo de Méjico? —añadió Miguel Ardán.

—¡Qué ocurrencia! —exclamó el presidente Barbicane.

Y aquella doble opinión de sus compañeros le devolvió inmediatamente el sentido.

Como quiera que sea, no podían afirmar nada acerca de la situación del proyectil; su aparente inmovilidad, la falta de comunicación con el exterior, no permitían resolver la dificultad. Tal vez el proyectil desarrollaba su trayectoria por el espacio; acaso, después de una corta ascensión, hubiera vuelto a caer en tierra o en el golfo de México, lo cual no era imposible dada la poca anchura de la península de la Florida. El caso era grave y el problema interesante; y urgía resolverlo. Barbicane, sobreexcitado y venciendo con la energía moral la debilidad física, se levantó y escuchó; nada se oía por fuera. Pero el grueso tapiz que por dentro cubría las paredes bastaba para interceptar todos los ruidos terrestres. No obstante, una circunstancia sorprendió a Barbicane. La temperatura del interior del proyectil se había elevado notablemente; el presidente sacó de su estuche un termómetro y lo consultó; el preciso instrumento marcaba cuarenta y cinco grados centígrados.

—¡Oh —exclamó—, entonces marchamos! ¡Ya lo creo! Este calor sofocante que atraviesa las paredes del proyectil es producido por su rozamiento con las capas atmosféricas. Pero pronto disminuirá, porque ya flotamos en el vacío, y después de haber estado a punto de ahogarnos vamos a padecer intensos fríos.

—Pues ¿qué? —preguntó Miguel Ardán—. ¿Supones que debemos hallarnos ya fuera de los límites de la atmósfera terrestre?

—Sin duda alguna, querido Miguel, escucha: son las diez y cincuenta y cinco minutos; hace aproximadamente ocho minutos que hemos partido. Ahora bien, si nuestra velocidad inicial no hubiera disminuido por efecto del rozamiento, nos habrían bastado seis segundos para atravesar las dieciséis leguas de atmósfera que rodean el esferoide.

—Muy bien —respondió Nicholl—, pero ¿en qué proporción calculáis que ha disminuido esa velocidad por efecto del rozamiento?

—En la proporción de un tercio —respondió Barbicane—, que es una gran disminución, pero exacta, según mis cálculos. Así, pues, si hemos tenido una velocidad inicial de once mil metros al salir de la atmósfera, esa velocidad ha de haberse reducido a siete mil trescientos treinta y dos metros. Pero sea como quiera, hemos atravesado ya ese espacio...

—Y en ese caso —dijo Miguel Ardán—, el amigo Nicholl ha perdido sus dos apuestas: cuatro mil dólares por no haberse reventado el columbia; y cinco mil porque el proyectil se ha elevado a una altura superior a seis millas; conque, paga, Nicholl.

—Demostremos primero —replicó el capitán— y luego pagaremos; es muy posible que sean exactos los razonamientos de Barbicane y que yo haya perdido mis nueve mil dólares; pero se me ocurre una nueva hipótesis que anulará la apuesta.

—¿Qué hipótesis? —preguntó vivamente Barbicane.

—La de que, por una causa cualquiera, no haya ardido la pólvora y no hayamos partido.

—¡Par Dios, amigo mío —exclamó Miguel Ardán—, vaya una hipótesis digna de haber nacido en tu cerebro! ¡No puedes decir eso formalmente! ¿Pues no hemos sido casi aplastados por la sacudida? ¿No te he hecho yo recobrar el conocimiento? ¿No está ahí patente la herida del hombro del presidente por el golpe que ha sufrido?

—Es verdad, Miguel —replicó Nicholl—; pero se me permitirá hacer una pregunta<.

—¡Venga!

—¿Has oído la detonación, que sin duda alguna habrá sido formidable?

—No —respondió Miguel Ardán, sorprendido—; verdad es que no he oído la detonación.

—¿Y vos, Barbicane?

—Tampoco.

—¿Y entonces? —dijo Nicholl.

—Es verdad —murmuró el presidente—, ¿por qué no hemos oído la detonación?

Los tres amigos se miraron, algo desconcertados, porque se presentaba un fenómeno inexplicable. El proyectil había partido, luego la detonación debía de haber sonado.

—Sepamos primero dónde estamos —dijo Barbicane— y abramos las escotillas.

Al punto se efectuó esa operación, sumamente sencilla. Las tuercas que sujetaban los pasadores sobre las planchas externas de la derecha cedieron la presión de una llave inglesa. Los pasadores fueron empujados hacia fuera y los agujeros que les daban paso fueron tapados con obturadores forrados de caucho. Inmediatamente la placa exterior giró sobre su charnela como una ventanilla y apareció el cristal lenticular que cerraba la lumbrera. En la parte opuesta del proyectil había otra lumbrera idéntica y otras dos más en el vértice y en el fondo, con lo cual se podía observar en cuatro direcciones distintas el firmamento por los cristales laterales y más directamente la Tierra y la Luna por las aberturas superior e inferior. .

Barbicane y sus compañeros corrieron al instante hacia el cristal descubierto, por el cual no penetraba el más leve rayo luminoso. Una profunda oscuridad reinaba en torno del proyectil; la cual no impedía que el presidente Barbicane gritara:

—¡No, queridos amigos, no hemos caído a la Tierra; no nos hemos sumergido en el golfo de México! Continuamos remontándonos en el espacio. Mirad esas estrellas que brillan en las sombras de la noche y esa impenetrable oscuridad que se extiende entre la Tierra y nosotros.

—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamaron todos.

En efecto, aquellas espesas tinieblas probaban que el proyectil había dejado la tierra porque de no ser así los viajeros hubieran visto el suelo iluminado por la Luna. Aquella oscuridad mostraba igualmente que el proyectil había pasado de la última capa atmosférica; de lo contrario la luz difusa esparcida en el aire se habría reflejado en las paredes metálicas de aquél y sería visible por el cristal de la lumbrera. No había dudas, pues; los viajeros habían dejado la Tierra.

—He perdido —dijo Nicholl.

—Y te doy por ello la enhorabuena —respondió Ardán.

—Ahí están los nueve mil dólares —añadió el capitán, sacando un fajo de gruesos billetes.

—¿Queréis recibo? —preguntó Barbicane, tomando el dinero.

—Si no os causa molestia —respondió Nicholl—, siempre es una formalidad.

Y con el ademán más serio y flemático, ni más ni menos que si se encontrara ante su caja, el presidente Barbicane sacó la cartera, arrancó una hoja, extendió con el lápiz un recibo en toda regla, lo fechó y firmó y se lo entregó al capitán, quien, a su vez, se lo guardó cuidadosamente en la cartera.

Miguel Ardán se quitó la gorra y se inclinó, sin decir una palabra, ante sus compañeros. Tantas formalidades en aquellas circunstancias le dejaban mudo de admiración; jamás había visto nada tan americano.

Terminada la operación, Barbicane y Nicholl volvieron a colocarse junto al cristal y a mirar las constelaciones. Las estrellas descollaban como puntos brillantes sobre el fondo negro del cielo. Pero por aquella parte no se veía el astro de la noche, que se elevaba hacia el cenit. Así que su ausencia provocó una reflexión de Ardán.

—¿Y la Luna? —dijo—. ¿Se atrevería a faltar a nuestra cita?

—Pierde cuidado —respondió Barbicane— Nuestro futuro esferoide se halla en su puesto; pero no lo podemos ver por este lado; vamos a abrir la lumbrera opuesta.

Al ir Barbicane a separarse del cristal para abrir la lumbrera del otro lado, le llamó la atención un objeto brillante. Era un disco enorme cuyas colosales dimensiones no podían apreciarse bien. La parte que miraba a la Tierra se hallaba vivamente iluminada; una Luna pequeña que reflejaba la de la Luna grande. Se adelantaba con prodigiosa velocidad y parecía describir alrededor de la Tierra una órbita que cortaba la trayectoria del proyectil. A su movimiento de traslación se agregaba otro de rotación sobre sí mismo, pareciéndose en esto a todos los cuerpos celestes abandonados en el espacio.

—¡Oh! —exclamó Miguel Ardán—, ¿qué es eso? ¿Otro proyectil?

No respondió Barbicane; pero le inquietaba la aparición de aquel enorme cuerpo; porque era posible un encuentro con él y los resultados serían funestos, ya porque el proyectil sufriera una desviación, ya porque un choque, rompiendo su impulso, le precipitase de nuevo hacia la Tierra; ya, en fin, porque se viera arrastrado irresistiblemente por la potencia atractiva de aquel esferoide.

El presidente Barbicane había calculado rápidamente las consecuencias de las tres hipótesis, que de una o de otra manera harían fracasar su tentativa. Sus compañeros, sin decir palabra, contemplaban el espacio. El objeto aumentaba prodigiosamente de volumen, a medida que se acercaba, y, por efecto de una ilusión de óptica, parecía que el proyectil iba a su encuentro.

Se echaron instintivamente atrás los viajeros, y su espanto fue grande, pero duró sólo unos segundos. El esferoide pasó a unos centenares de metros del proyectil y desapareció, no tanto por la rapidez de su carrera como porque la cara opuesta de la Luna, y que, por consiguiente, estaba en la sombra, se confundió con la oscuridad del espacio.

—¡Buen viaje! —exclamó Miguel Ardán, exhalando un suspiro de satisfacción—. ¡Vaya por Dios! ¿Conque es decir que el infinito no es bastante grande para que una miserable bala de cañón pueda pasearse por él a sus anchas? ¿Y quién es ese globo presuntuoso que ha estado a punto de darnos un empujón?

—Yo lo sé —respondió Barbicane.

—¡Naturalmente! Tú lo sabes todo.

—Es un simple bólido —dijo Barbicane—; pero un bólido enorme, que la atracción de la Tierra ha mantenido en estado de satélite.

—¡Es posible! —exclamó Miguel Ardán—. ¿De modo que la Tierra tiene dos Lunas, como Neptuno?

—Sí, amigo mío, dos Lunas, aun cuando generalmente se cree que no tiene más que una. Pero esta otra Luna es tan pequeña, y su velocidad tan grande, que los habitantes de la Tierra no pueden distinguirla. Sólo teniendo en cuenta ciertas perturbaciones ha podido un astrónomo francés, el señor Petit, determinar la existencia de este segundo satélite y calcular sus elementos. Según sus observaciones, este bólido hace su revolución alrededor de la Tierra en tres horas y veinte minutos, lo cual supone una velocidad extraordinaria.

—¿Admiten todos los astrónomos la existencia de este satélite? —pregunto Nicholl.

—No —respondió Barbicane—; pero si se hubieran encontrado con él, cómo nosotros, no podrían dudar,

—Después de todo creo que ese bólido, que nos pudiera haber hecho un flaco servicio, nos permite fijar nuestra situación en el espacio.

—¿Cómo? —preguntó Ardán.

—Porque su distancia es conocida y en el punto en que lo hemos encontrado, nos hallábamos exactamente a ocho mil ciento cuarenta kilómetros de la superficie del globo terrestre.

—¡Más de dos mil leguas! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Qué atrás deja esto a todos los trenes especiales de ese pobre globo que se llama Tierra!

—Ya lo creo —respondió Nicholl, consultando su cronómetro—; son las once, y no hace por lo tanto más que trece minutos que hemos salido del continente americano.

—¿Trece minutos? —preguntó Barbicane.

—Sí —respondió Nicholl—, y si nuestra velocidad inicial de once kilómetros fuera constante, andaríamos cerca de diez mil leguas por hora.

—Todo esto está muy bien, amigos míos —dijo el presidente—; pero siempre sigue en pie una cuestión: ¿por qué no hemos oído la detonación del columbia?

No encontrando respuesta que dar, la conversación se detuvo, y mientras reflexionaba, Barbicane se ocupó en levantar la tapa de la segunda lumbrera lateral. Su operación se efectuó felizmente, y a través del cristal descubierto penetraron los rayos de la Luna en el interior del proyectil.

Nicholl, como hombre económico, apagó el gas, que era enteramente inútil y cuyo resplandor estorbaba para observar los espacios interplanetarios.

A la sazón el disco lunar brillaba en toda su pureza. Sus rayos, no enturbiados por la vaporosa atmósfera de nuestro Globo, atravesaban el cristal y llenaban el interior del proyectil con sus plateados reflejos. La negra cortina del firmamento duplicaba el brillo de la Luna, la cual, en aquel vacío de éter, impropio para la difusión, no eclipsaba a las estrellas vecinas. El cielo, visto de aquel modo, presentaba un aspecto enteramente nuevo, que los ojos humanos no podían sospechar.

Inútil es decir el interés con que los audaces viajeros contemplarían el astro de la noche, término presunto de su viaje. El satélite de la Tierra, en su movimiento de traslación, se acercaba insensiblemente al cenit, punto matemático a donde debían llegar unas ochenta y seis horas después. Sus montañas, sus llanuras, toda su superficie se presentaba lo mismo que si se observase desde un punto cualquiera de la Tierra; pero su luz se desarrollaba en el vacío con una gran intensidad.

El disco resplandecía como un espejo de platino. Los viajeros se habían olvidado ya de la Tierra, que tenían a sus pies.

El capitán Nicholl fue el primero que llamó la atención sobre el Globo abandonado.

—¡Es verdad! —respondió Miguel Ardán—, no seamos ingratos con él; puesto que dejamos nuestro país, que sean para él nuestras postreras miradas. Quiero ver la Tierra antes que se eclipse enteramente a mi vista.

Barbicane, para satisfacer los deseos de su compañero, se cuidó de descubrir la ventana del fondo del proyectil por donde se podía observar directamente la Tierra; no sin trabajo se logró desmontar el disco que la fuerza de proyección había hundido en el fondo.

Sus fragmentos colocados cuidadosamente junto a las paredes, podían volver a servir en caso necesario. Entonces apareció una abertura circular de cincuenta centímetros de ancho, practicada en la parte inferior del proyectil, y cerrada por un cristal de quince centímetros de espesor reforzado con una armadura de cobre. Por una placa de aluminio sujeta con pasadores la parte exterior se abría, como en las demás, a tornillo, los cuales se soltaron y descubrieron el cristal.

Miguel Ardán se arrodilló sobre el cristal, que aparecía oscuro como si fuera opaco.

—¡Hombre! —exclamó—. Pues, ¿y la Tierra?

—¡La Tierra! —dijo Barbicane—. Allí está.

—¡Cómo! —dijo Ardán—. ¿Aquella línea tan delgada en forma de media luna?

—La misma, Miguel. Dentro de cuatro días, cuando la Luna esté llena, que será en el momento de llegar nosotros, la Tierra estará nueva, o sea, en el primer día del primer cuarto. Hoy ya no la vemos sino bajo la forma de ese delgado segmento que no tardará en desaparecer, y entonces quedará en sombra unos cuantos días, ni más ni menos que la Luna desde la Tierra.

—¡Eso es la Tierra! —repetía Miguel Ardán, mirando ávidamente aquel delgado trozo de su planeta natal.

La explicación dada por el presidente Barbicane era exacta; la Tierra, con relación al proyectil, entraba en la última fase. Se hallaba en su octante, y no presentaba más que una delgada media luna, que sobresalía como un inmenso arco de luz azulada sobre el fondo negro del firmamento. En él se veían algunos puntos de luz más viva que indicaban las montañas, así como algunas manchas móviles producidas por los anillos de nubes que rodeaban el esferoide terrestre, manchas que nunca se ven en el disco lunar.

Pero por un fenómeno natural idéntico al que se produce en la Luna cuando se halla en sus octantes, se percibía todo el contorno del globo terrestre. Su disco entero se distinguía bastante visiblemente por un efecto de luz cenicienta menos perceptible que la luz cenicienta de la Luna, y la razón de esta menor intensidad es fácil de comprender. Cuando este reflejo se produce en la Luna es debido a los rayos solares que la Tierra refleja sobre su satélite; mientras aquí, por un efecto inverso, era debido a los rayos solares reflejados en la Luna hacia la Tierra. Ahora bien, la luz terrestre es unas trece veces más intensa que la luz lunar, la cuál depende de la diferencia de volumen de ambos cuerpos. De aquí la consecuencia de que en el fenómeno de la luz cenicienta, la parte oscura del disco de la Tierra se dibuje con menos claridad que la del disco de la Luna, puesto que la intensidad del fenómeno, es proporcional a la potencia luminosa de los dos astros. Hay que añadir que el astro luminoso terrestre parecía formar una curva más prolongada que la del disco; puro efecto de la irradiación.

Mientras se esforzaban los viajeros en penetrar las profundas tinieblas del espacio, apareció a su vista un haz de estrellas fugaces. Centenares de bólidos, inflamados al contacto de la atmósfera, trazaron líneas luminosas en la sombra, surcando con su luz la parte cenicienta del disco terrestre. En aquel momento la Tierra estaba en su perihelio, y el mes de diciembre es tan propicio a la aparición de estrellas fugaces que algunos astrónomos han contado en él hasta veinticuatro mil por hora. Pero Miguel Ardán, desdeñando los razonamientos científicos, se empeñó en creer que la Tierra saludaba con fuegos artificiales la partida de tres de sus hijos.

Esto era en suma cuanto veían de este esferoide perdido en las tinieblas; astro inferior del mundo solar, que para los demás planetas sale o se pone como una insignificante estrella matutina o vespertina. Aquel globo en que dejaban todos sus efectos no era más que un arco de círculo fugitivo, un punto imperceptible en el espacio.

Los tres amigos siguieron largo rato mirando, sin despegar los labios; pero con el mismo pensamiento, mientras el proyectil se alejaba con una velocidad uniformemente decreciente. Poco a Poco se apoderó de sus cerebros una somnolencia irresistible; reacción inevitable después de la sobreexcitación de las últimas horas pasadas en la Tierra.

—Vaya —dijo Miguel—, puesto que el sueño es necesario, vamos a dormir.

Y tendiéndose en sus camillas no tardaron los tres en quedarse profundamente dormidos. Pero apenas habría pasado un cuarto de hora cuando Barbicane se enderezó de improviso y despertó a sus compañeros, gritando con voz atronadora:

—¡Ya lo sé!

—¿Qué sabes? —preguntó Miguel Ardán, saltando de la cama.

—El motivo de que no hayamos oído la detonación del columbia.

—¿Y cuál es? —dijo Nicholl.

—Que nuestro proyectil caminaba más aprisa que el sonido.

Capítulo I: Tomando posiciones- Julio Verne

Capítulo I: Tomando posiciones

Al oír que daban las diez, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl se despidieron de la multitud de amigos que habían ido a despedirles. Los dos perros destinados a aclimatar la raza canina en los continentes lunares estaban ya encerrados en el proyectil. Los tres viajeros se acercaron a la boca del enorme tubo de hierro fundido y una grúa volante los descolgó hasta el vértice del proyectil. Una abertura practicada en este punto les permitió entrar en el vagón de aluminio. No bien estuvieron fuera los aparejos de la grúa, se desmontaron apresuradamente los andamios que rodeaban la boca del columbia.

En cuanto Nicholl se vio con sus compañeros en el proyectil, se apresuró a cerrar la abertura por medio de una gran placa sujeta interiormente con fuertes tornillos a presión. Otras placas, sólidamente adaptadas, cubrían los cristales lenticulares de los tragaluces. Los viajeros, encerrados herméticamente en su prisión metálica, se hallaban sumidos en la más profunda oscuridad.

—Y ahora, queridos compañeros —dijo Miguel Ardán—, procedamos como si estuviéramos en nuestra casa; yo soy un hombre muy casero, y mi fuerte es el arreglo de las habitaciones. Hay que sacar el mejor partido de nuestra vivencia y encontrar comodidades en ella. ¡Ante todo, tengamos luz! ¡Qué diablo! El gas no se ha hecho para los topos.

Y, al pronunciar estas palabras, el alegre mozo encendió un fósforo y lo acercó a la llave de un recipiente lleno de hidrógeno carbonado a elevada presión y en cantidad suficiente para suministrar luz y calor por espacio de ciento cuarenta y ocho horas, o sean seis días con seis noches.

Se encendió el gas; y el proyectil, así iluminado, presentaba el aspecto de una habitación bastante decente, con las paredes cubiertas de un tapiz acolchado, divanes circulares alrededor y techo abovedado. Las armas, las herramientas, los instrumentos y demás objetos que contenía, iban sujetos al tapiz acolchado y podían sufrir sin riesgo el choque de la salida. Se habían tomado, en fin, todas las precauciones humanamente posibles para llevar a feliz término tan temeraria tentativa. Miguel Ardán lo examinó y pareció muy satisfecho de su posición.

—Es una cárcel —dijo—, pero una cárcel que viaja, y, con tal de poder asomar la nariz a la ventana, no tendré inconveniente en hacer el contrato de arrendamiento por cien anos. ¿Por qué te ríes, Barbicane? ¿Qué piensas? ¿Que esta prisión puede ser nuestro sepulcro? Enhorabuena, pero yo no la cambiaría por el de Mahoma, que flota en el aire y no se mueve.

En tanto hablaba en estos términos, Miguel Ardán, Barbicane y Nicholl hacían los últimos preparativos. Eran, en el cronómetro de Nicholl, las diez y veinte minutos de la noche cuando los tres viajeros se encerraron definitivamente en el proyectil. Aquel cronómetro estaba puesto a la décima de segundo con el del ingeniero Murchison. Barbicane le consultó.

—Amigo —dijo—, son las diez y veinte. A las diez y cuarenta y siete Murchison lanzará la chispa eléctrica por el alambre que comunica con la carga del columbia, y en ese momento abandonaremos nuestro planeta; nos quedan veintisiete minutos de permanencia en la Tierra.

—Veintiséis minutos y trece segundos —respondió metódico Nicholl.

—¡Pues bien! —exclamó Miguel Ardán, en un tono alegre—, en veintiséis minutos se pueden hacer muchas cosas. Se pueden discutir las más graves cuestiones de moral y de política y hasta resolverlas. Veintiséis minutos bien empleados, valen mucho más que veintiséis años sin hacer nada. Unos cuantos segundos de Pascal o Newton son más preciosos que toda la existencia de esa multitud de imbéciles...

—¿Y qué deduces de eso, charlatán sempiterno? —preguntó el prudente Barbicane.

—Deduzco que tenemos veintiséis minutos —respondió Ardán.

—Veinticuatro solamente —rectificó Nicholl.

—Veinticuatro si te empeñas, querido capitán —dijo Ardán—; veinticuatro minutos, durante los cuales se podría profundizar...

—Miguel —replicó Barbicane—, durante la travesía que hemos de hacer tendremos tiempo de sobra para profundizar las cuestiones más arduas. Ahora ocupémonos en lo relativo a nuestra partida.

—¿No estamos ya listos?

—Sin duda; pero hay que tomar todavía algunas precauciones, a fin de atenuar en lo posible el efecto del primer choque.

—¿No tenemos esos almohadones de agua dispuestos entre las paredes móviles y cuya elasticidad nos protegerá lo bastantes?

—Así, lo espero, Miguel —respondió Barbicane—; pero no estoy del todo, seguro.

—¡Ah, farsante! —exclamó Miguel Ardán—. Aguardar el momento en que estamos encerrados para hacer esta lastimosa confesión. Yo quiero marcharme.

—¿Y cómo? —preguntó Barbicane.

En efecto —dijo Miguel Ardán—, es difícil. Estamos en el tren y el silbato del conductor va a sonar —antes de veinticuatro minutos.

—Veinte —dijo Nicholl.

Los viajeros se miraron unos a otros por algunos instantes. Después se pusieron a examinar los objetos encerrados con ellos.

—Todo está en su sitio —dijo Barbicane—; ahora hay que pensar cómo nos colocaremos para sufrir mejor el primer choque. La posición que adoptemos es cosa de gran importancia, pues es necesario evitar en lo posible el que nos afluya la sangre a la cabeza.

—Es verdad —confirmó Nicholl.

—Entonces —dijo. Miguel Ardán, disponiéndose a hacer lo que decía pongámonos cabeza abajo, como los payasos.

—No —repuso Barbicane—, vale más que nos tendamos de lado, así es como mejor resistiremos el choque; debéis tener presente que en el momento de partir el proyectil, el hallarnos dentro de él viene a ser poco más o menos lo mismo que si estuviéramos situados delante.

—El “poco más o menos” es lo que me tranquiliza.

—¿Aprobáis mi idea, Nicholl? —preguntó Barbicane.

—Enteramente —respondió el capitán—, todavía faltan trece minutos y medio.

—Nicholl no es hombre —dijo Miguel—, es un cronómetro de segundos, con escape y ocho centros sobre...

Pero sus compañeros no le escuchaban, y tomaban sus últimas disposiciones con admirable sangre fría. Parecían dos viajeros metódicos, que se encuentran en un coche ordinario y procuran acomodarse lo mejor posible. No se comprende, en efecto, de qué materia están hechos esos corazones americanos, que no dan una pulsación más de lo corriente ante un peligro espantoso.

Dentro del proyectil se habían instalado tres camas blandas y sólidamente aseguradas, como todo lo que iba allí. Nicholl y Barbicane se colocaron en el centro del disco que formaba el piso móvil; en ellas debían acostarse los viajeros pocos momentos antes de partir.

Entretanto, Ardán, que no podía estarse quieto, daba vueltas a su estrecha prisión, como una fiera enjaulada, hablando con sus amigos o con los perros, Diana y Satélite, a los cuales, como se ve, había dado nombres significativos y en armonía con la expedición de que formaban parte.

—¡Hola Diana! ¡Hola, Satélite! Vamos a ver si enseñáis a los perros selenitas los buenos modales de los perros terrestres! Esto hará honor a la raza canina. ¡Por Dios! Si alguna vez volvemos a la Tierra quiero traer un tipo cruzado de moon-dogs y estoy seguro de que causará sensación.

—Si es que hay perros en la Luna —dijo Barbicane.

—Los hay, sin duda —aseguró Miguel Ardán—, como hay caballos, vacas, asnos y gallinas. Apuesto a que encontramos gallinas.

—Cien dólares a que no las encontramos —dijo Nicholl.

—Apostados, capitán —respondió Ardán, apretando las manos de Nicholl—. Y, a propósito, tú has perdido ya tres apuestas con nuestro presidente; ya que se han reunido los fondos necesarios para la empresa que se ha hecho bien la fundición y, en fin, que el columbia ha sido cargado sin accidente; total, seis mil dólares.

—Sí —respondió Nicholl—; las diez y treinta y siete minutos y seis segundos.

—Corriente, capitán; pues antes de un cuarto de hora tendrás que dar nueve mil dólares más al presidente, cuatro más porque el columbia no reventará, y cinco mil porque el proyectil se elevará a más de seis millas.

—Tengo el dinero —respondió Nicholl, golpeándose con la mano el bolsillo de su levita—, y no deseo sino pagar.

—Vamos, Nicholl, ya veo que eres un hombre ordenado, cosa que yo nunca he podido ser. Pero en resumidas cuentas, me permitirás decirte que has hecho una serie de apuestas poco ventajosas para ti.

—¿Y por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque si ganas la primera es señal de que habrá reventado el columbia y con él la bala y Barbicane no estará en condición de pagarte.

—Mi apuesta se halla depositada en el Banco de Baltimore —respondió simplemente Barbicane—; y a falta de Nicholl serán sus herederos los que la perciban.

—¡Ah, hombres prácticos! —exclamó Miguel Ardán; ¡espíritus positivos! Os admiro, aunque no os comprenda.

—¡Las diez y cuarenta y dos! —exclamó Nicholl.

—¡Sólo faltan cinco minutos! —respondió Barbicane.

—¡Sí, cinco pequeños minutos! —replicó Miguel Ardán—. ¡Y estamos encerrados en una bala, y en el fondo de un cañón de 900 pies! ¡Y debajo de esa bala hay cuatrocientas mil libras de pólvora común! Y el amigo Murchison, con el cronómetro en la mano, la vista fija en la aguja y el dedo en el aparato eléctrico, cuenta los segundos y va a lanzarnos a los espacios interplanetarios.

—¡Basta, Miguel, basta! —dijo gravemente Barbicane—. Preparémonos; sólo nos faltan unos cuantos instantes para el momento supremo; vengan esas manos, amigos míos.

—¡Sí! —exclamó Ardán, más conmovido de lo que aparentaba.

Y los tres animosos compañeros se abrazaron estrechamente.

—¡Dios nos asista! —dijo el religioso Barbicane.

Miguel Ardán y Nicholl se tendieron en las camas dispuestas en el centro del disco.

—¡Las diez y cuarenta y siete! —murmuró él capitán.

¡Veinte segundos todavía! Barbicane apagó rápidamente el gas y se, tendió junto a sus compañeros.

Al momento reinó un silencio profundo, interrumpido únicamente por las pulsaciones del cronómetro que marcaba los segundos.

De repente hubo un choque espantoso, y el proyectil, impulsado por seis mil millones de litros de gas, producidos por la deflagración de la piroxilina, se elevó en el espacio.

sábado, 23 de enero de 2010

Después de mi graduación

Al terminar la primaria todo cambió para mí. Me cambié a una escuela nueva, ya no salía ni al recreo, y para colmo mis papás se separaron.
Todo comenzó unos días antes de mi graduación. Mis padres discutían desde hacía tiempo, pero la última discusión que tuvieron fue la gota que derramó el vaso. Mi papá se fue ese día a dormir con mi abuelita, y mi mamá y yo nos quedamos en la casa. Yo ya estaba un tanto acostumbrada a esas peleas, pero sentía que esa era diferente a las demás, una pelea cansada, sin sentido.
Al día siguiente mi mamá me llevó a la escuela, como cualquier otro día.
Estuve contando cada minuto que faltaba para salir, me gustaba la escuela, pero todos tenemos algún día donde de plano no queremos estar ahí, y ese era uno de esos días.
Salí corriendo de ahí cuando sonó el timbre, me dirigí a la esquina de la escuela, donde siempre me recogían.
Pero gran sorpresa me llevé al ver que mi papá ya estaba esperándome. Me saludó muy feliz y me llevó a mi casa, pero no se bajó.
Los siguientes días fueron parecidos, mi mamá y yo en mi casa, y mi papá con mi abuela.
Hasta que un día antes de mi graduación mi mamá me dijo:
-Mi amor, nos iremos a vivir a Mexicali.
La miré con cara de pocos amigos, creí que se trataba de una broma, pero en el fondo sabía que había una posibilidad de que fuera verdad.
-Nos iremos en verdad, después de tu graduación.
-¿Qué te sucede mamá?- dije casi gritando.
Después de eso tuvimos una charla muy larga. Las dos lloramos. Ya no vería a mi papá. Mi papá que tanto quiero y adoro. Yo no tenía la culpa de sus problemas, sin embargo yo salía afectada también. Por fin llegó el tan “esperado” el día de la graduación.
Me puse un vestido, y me arreglé. Pero que más daba, pensar que llegaría a hacer maletas. Me daba tanto coraje. Desde ese día, dejé de salir a fiestas.
El día siguiente fue de lo peor. Lo único bueno fue que mi papá me llevó a comer con él. Platicamos mucho. De todo. Me pidió perdón por todo lo que me estaban haciendo sufrir. Me dijo que me quería muchísimo, y que siempre trataría de traerme de vacaciones con él. No me quería ir. Yo amaba a mi mamá, pero en esos momentos sentía también un coraje muy grande. Como si todo fuera su culpa. Quería estar con mi papá por el resto del tiempo.
Pero eso no podía ser así. Porque “los hijos son de la mamá”.
Así que en la tarde de ese día tomamos un avión hacia Mexicali. Todo el vuelo me fui llorando. Mi mamá me abrazaba de vez en cuando, pero sinceramente, eso empeoraba las cosas. Decidí escuchar música de mi iPod, pero siempre que oía una canción me recordaba a mi vida en Hermosillo. Seguí escuchando música hasta llegar a nuestro departamento, tal vez lo hacía porque no quería hablar con mi mamá.
Llegamos al departamento, estaba amueblado y limpio, pero pequeño, no me gustaba, y no me hubiera gustado aunque fuera un palacio, estaba segura.
Nos dormimos a pesar de que habíamos dormido un rato en el avión. De tanto llorar estaba agotada.
Los dos días siguientes fueron de acomodar nuestra ropa y cosas. Después de eso me quedaba en mi cuarto todos los días a escuchar música, eso sí, todos los días le hablaba a mi papá, no me importaba que le saliera caro a mi mamá, mejor.
Después de varios meses entré a la escuela. No hice amigos hasta después de una semana. Un niño medio rarito, pero amigo a final de cuentas. No salía, no hacía ningún deporte, sólo me dedicaba a hacer tareas y estudiar. En verdad me afectó esa situación.
Pasó mucho tiempo, y ya no sentía ese coraje hacía mi mamá, era mi mamá y la amaba con todo mi corazón, aunque a veces tomara las decisiones equivocadas. Hubiera sido la misma quedarnos en Hermosillo y hubiera sido mejor. Cada oportunidad que veía para irme con mi papá la aprovechaba. Visitaba a mi familia, a mis amigos, a todos.
Estaba esperando a cumplir dieciocho para irme a vivir a Hermosillo de nuevo. Extrañaba todo, como si me hubiera ido apenas ayer de ahí.
A partir de todo eso me prometí que nunca haría pasar a mis hijos por algo así. Y espero nunca tener que hacerlo, y si me tengo que divorciar de mi esposo, no me iré de la ciudad. Ni tomaré decisiones repentinas. Siempre me pregunto si mis papás sabían todo lo que estaba sufriendo. Lo ignoro.
Autora: Raquel Torúa Padilla, 15 años, 3º F de Secundaria, Colegio Larrea, Hermosillo, Sonora, México